El domingo, 12 de diciembre de 2010

EL III DOMINGO DE ADVIENTO

(Isaías 35:1-6.10; Santiago 5:7-10; Mateo 11:2-11)

Los discípulos de Juan vienen a Jesús. Están confundidos. Juan ha dicho que el Mesías llevaría un bieldo para quemar a los malvados. Pero Jesús se sienta a la mesa con los pecadores hablando del amor de Dios Padre. ¿Qué pasa – preguntan los discípulos – “eres tú el que iba a venir…?” Los indígenas en México después de la conquista andaban con una pregunta semejante. Los españoles habían matado a miles de sus paisanos. Entonces vinieron los frailes misioneros diciendo que Jesús vino para salvar a ellos. Al mismo tiempo, destrozaron sus santuarios y pusieron a fuego sus escrituras. Pensaban, ¿realmente es Jesús el salvador o, posiblemente, otro fraude blanco? Nosotros hoy en día también preguntamos sí o no Jesús es el Salvador. ¿Puede él conducirnos a la paz del corazón? O ¿sería mejor confiar en la ciencia para vivir felizmente? Si la ciencia es nuestra salvación, cada uno tendría que tratar a sí mismo con el máximo cuidado. Descansaríamos ocho horas cada noche aún si nos llaman a prestar la mano en el refugio de desamparados. Pediríamos que el gobierno apoye investigaciones con los embriones para que produzcan medicamentos que sanen cada enfermedad amenazante.

Jesús manda a los discípulos de Juan que se den cuenta de las curaciones que él ha realizado. Ellas afirmarán que él es verdaderamente de Dios. En México del siglo XVI el nuevo templo pedido por la Señora misteriosa en el cerro Tepayac serviría el mismo fin. Erigido en el lugar donde sus antepasados habían orado, el templo confirmaría que los cristianos y, por ende, Cristo reconocían su valor como pueblo. Asimismo, en el mundo contemporáneo el mejor testimonio para la Señoría de Jesucristo es que sus seguidores echen esfuerzos para ayudar a uno y otro. Si vivimos cincuenta años o cien años no importa tanto con tal de que pasemos la vida en relaciones del afecto mutuo. El padre Henri Nouwen, uno de los más conocidos escritores de la espiritualidad, pasó sus últimos años en una comunidad de la Arca ayudando a personas con graves defectos físicos y sus donadores de cuidado. Decía que allí, entre gente que vive el amor evangélico, él conoció la paz del corazón.

Jesús no rechaza el mensaje de Juan sino que lo corrige. Juan es profeta indudable pero “el más pequeño en el Reino de los cielos es todavía más grande que él”. En otras palabras, aunque se necesitan sus palabras de amenaza para que la gente evite hacer el mal, más necesario aún es la conciencia del amor de Dios para cada humano para que la gente aprenda cómo hacer el bien. Como Jesús mejora el mensaje de Juan, la imagen que había dejado la Señora de Tepayac en la tilma de Juan Diego adaptó, y no destruyó, las costumbres indígenas para forjar una nueva civilización en Cristo. El sol, que había sido el mayor dios de los indígenas, no está completamente escondido por la figura de la Guadalupana sino sus rayos hacen hincapié a ella con el bebé que lleva. También, ambos su túnica roja representando al campesino de la tierra y su manto verde-azul significando la realeza azteca destacan a ella, la madre de Cristo, en solidaridad con el pueblo. Como han dicho los papás Juan Pablo II y Benedicto XVI, la evangelización no pretende reemplazar las culturas de los pueblos sino para renovar y purificarlas. De igual modo nosotros hoy no debemos rechazar la ciencia. Seguida con la prudencia, ella nos conduce a Cristo, la fuente de la sabiduría. Las farmacéuticas, tomadas como prescritas, nos posibilitará un mejor servicio al Señor. Y la investigación científica, hecha con respeto a la vida humana, desembocará en descubrimientos que hacen la vida más aguantable para todos.

En sus marchas por los derechos de trabajadores agrícolas César Chávez siempre llevaba la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. No es que todos los caminantes fueran católicas, mucho menos devotos a la Virgen. Pero la Guadalupana siempre ha significado ambos el amor de Dios para los humildes y el llamado a la solidaridad con uno y otro. Como en el siglo XVI, la Señora de Tepayac nos llama hoy a reconocer el amor de Dios e imitarlo entre los demás. La Señora de Tepayac nos llama al amor de Dios.

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