El domingo, 15 de mayo de 2011

IV DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 2:14.36-41; I Pedro 2:20-25; Juan 10:1-10)

El niño agarra la Biblia en su mano. Lleva un traje con camisa blanca y corbata. Su pelo está grasado y su sonrisa muestra dientes tan brillantes como perlas. Está esperando su turno para proclamar a Jesucristo al estilo evangélico. Si o no le tiene en cuenta, Pedro en la primera lectura hoy sirve como su modelo primordial. Pues el santo está presentando el kerigma, el mensaje básico del Cristianismo, por la primera vez.

El sermón de Pedro consiste en primer lugar del anuncio de Jesús, el inocente que fue crucificado. No ha habido en la historia nadie tan magnánimo como él. Siempre se dirigía al menos afortunado. Levantó de la muerte al hijo de la viuda. Instruyó a los ricos la necesidad de cuidar a los pobres con la parábola del mendigo Lázaro y el rico. Aun en su agonía pidió perdón por sus verdugos. Su compostura era tan genial como la cocina en el invierno, tan grande como el cielo en el Oeste.

La predicación de Pedro elecita una respuesta de parte de la gente. Preguntan entre sí mismos: “¿Qué tenemos que hacer, hermanos?” Tienen que arrepentirse; eso es, tienen que cambiarse de la disposición. En lugar de cerrarse a los discípulos de Jesús, tienen que hacerles caso. En lugar de despachar la trayectoria de Jesús, tienen que juzgarla según las Escrituras. A nosotros el arrepentimiento significa una nueva mirada hacia los pobres. En lugar de sospecharlos como ladrones, tenemos que saludarlos como compañeros en el camino. En lugar de rechazarlos como viciosos, tenemos que apoyar sus esfuerzos para vivir con dignidad.

Un sabio observa que este tipo de conversión es sólo nuestra transformación de la bestia al humano. Eso es, comprende un paso hacia Dios pero no es hacernos santos. Para merecer la vida con Dios, nos hace falta la gracia del Bautismo. Por participar en la muerte y la resurrección de Jesús, que el baño con agua facilita, somos renovados y rejuvenecidos. Ya podemos levantarnos de la pereza para tomar alguna responsabilidad para el bien de los desafortunados. Una religiosa cada viernes cena con los desamparados en el refugio para ellos. Cocina la comida en su casa; la lleva al centro de la ciudad; y la comparte con los indigentes como si fuera el Día de Acción de Gracias. ¿Siente incómoda? A lo mejor al principio se preocupaba de ser considerada como una hipócrita. Pero ahora, después de veinte años de hacerlo, ama a sus comensales como los preferidos de Dios.

Pedro se explicita a los judíos que el Bautismo tiene que ser “en el nombre de Jesucristo”. Él es el buen pastor que nos llama a unirnos con su redil, la Iglesia. Aquí aprendemos cómo conducirnos como verdaderos herederos de la vida eterna. Como si fuera el césped de la pradera, la Iglesia nos nutre con la Biblia y el Catecismo. En cuanto a los pobres el Catecismo enseña la incompatibilidad entre la fe y el estilo de vida más deseado en el mundo: “El amor a los pobres es incompatible – dice -- con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta” (#2445).

Pero nos cuesta amar a los pobres más que los cruceros en el Caribe. Nos hace falta un relámpago de conciencia para impulsarnos adelante. Es precisamente el propósito del Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo quedamos con grandes ilusiones pero pocos logros. Pedro nombra al Espíritu Santo el gran demoledor de barreras uniendo a los judíos a los paganos. A nosotros el mismo Espíritu nos mueve a dar tanto nuestro tiempo como nuestros dólares al socorro de los más necesitados.

Hemos visto en nuestros tiempos un arrepentimiento hacia el fumar. Hace cincuenta años se consideraba el fumar como un derecho al menos para los hombres. Ahora se reconoce el fumar como el verdugo tanto del inocente como del fumador. Así Jesús pide un cambio de disposición en cuanto a los pobres. En lugar de tratarles con bondad sólo en el Día de Acción de Gracias, tenemos que ser magnánimos como Jesús hacia ellos. Es cierto, tenemos que ser magnánimos hacia ellos.

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