El domingo, el 4 de diciembre de 2011

II DOMINGO DE ADVIENTO

(Isaías 4:1-5.9-11; 2 Pedro 3:8-14; Mark 8:1-8)

Fue una tarjeta de Navidad desequilibradora. Algunos la describirían como no apropiada. Sin embargo, el que la recibió estuvo agradecido. La tarjeta llevó la imagen de Jesús crucificado en la portada. El mensaje adentro fue el acostumbrado “Feliz Navidad”. Es como el remitente quería despertar al mirador a la raíz más profunda del gozo navideño. El evangelio hoy nos presenta una vista parecida.

Juan el Bautista se asoma en el evangelio como un salvaje. No lleva ropa de lana sino de pelo de camelo. No se nutre de pan sino de saltamontes. Como se ha dicho de un encuentro con Dios, Juan nos repulsa y fascina al mismo tiempo. Es como el gran humanitario Mahatma Gandhi. No llevó ni pantalones ni camisa sino tela tejida con su propia mano. Se dice, aunque algunos lo niegan, que Gandhi bebió su orina. Si o no es la verdad, estamos atraídos y repelados a él como Juan el Bautista.

La gente acude a Juan en el desierto con la expectativa. No les importa el aislamiento, mucho menos la escasez de agua. Vienen de lejos para ver algo maravilloso. Es el mismo lugar en que Dios produjo el maná que alimentó a una nación entera. Ahora nosotros también experimentamos la expectativa. Pues, es el Adviento con la Navidad apenas tres semanas en adelante. Ciertamente los niños esperan a Santa. Nosotros adultos también esperamos el aguinaldo, el descanso, y las fiestas al fin del año.

Sin embargo, nos está faltando lo más oportuno si limitamos las expectativas en este tiempo a cosas materiales. El Adviento nos exige esfuerzo para realizar algo que definitivamente cambie la vida. Queremos arrepentirnos para ver claramente el asombro que nos viene. No se habla de pecadillos aquí sino las acciones que traicionan el nombre cristiano. Puede ser la conservación de rencor entre hermanos. Una vez dos sacerdotes trabajando en el mismo hospital rehusaban a reconocer uno y otro. Se pasaban en el pasillo sin dar a uno y otro el saludo. Puede ser algo más oscuro aún. En el evangelio el grito de Juan mueve a la gente al reconocimiento de sus pecados. Se acude a él para obtener el lavamiento de fraudes, engaños, y envalentonamientos.

Tan útil como sea el bautismo de Juan, no tiene el poder de aquel que va a venir. Juan no sabe quién será; sólo sabe que él va a bautizar con el Espíritu Santo. Ese Espíritu proveerá la fortaleza para hacer lo bueno cuando se pone el camino cuesta arriba. Cualquier persona puede amar a una persona que le haga bien, pero sólo aquellos con el Espíritu de Dios hacen esfuerzos por aquellos que no los conozcan. El Espíritu de Dios le llena a una mayor de modo que ocupe el verano tejiendo gorras para los pobres en invierno. Diferentes de Juan, nosotros hemos identificado el que va a venir. Es Jesús cuya llegada a luz celebramos en veintiún días. Él nos cumplirá la promesa de un mundo renovado cuando regrese. Por eso, rehusamos volver este mes de expectativa en puro comprar, comer, y coquetear. Más bien, incluimos en nuestros quehaceres la penitencia – tanto el sacramento como la disciplina -- la oración, y la atención a los pobres.

En una famosa pintura de Jesús crucificado se asoma Juan el Bautista a su izquierda. Lleva el pelo de camelo pero ya cubierto con la tela roja de un mártir. Con su dedo apunta a Jesús torcido en la cruz como si estuviera diciendo que ya lo conoce. Ya lo conoce como el que compartirá su Espíritu para que se arrepienta la gente. Ya lo conoce como el que dará la fortaleza a los pobres. Ya lo conoce como el que va a cumplir nuestras expectativas.

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