El domingo, 22 de enero de 2012

III DOMINGO ORDINARIO

(Jonás 3:1-5.10; I Corintios 7:29-31; Marcos 1:14-20)

Imaginémonos por un momento. Después de volvernos a casa, revisamos el voice mail. Hubo una llamada de Jesús. No dejó un recado. Sólo dijo que nos necesita. Nos preguntamos: “¿Qué podría ser el propósito de su llamada?” Bueno, en el evangelio hoy encontramos pistas para la respuesta.

Encontramos a Jesús primero llamando a todos al arrepentimiento. Todos pecamos pero no es que todos quieran admitir que son pecadores. Para ganar el partido de tenis, una muchacha grita “fuera” cuando la pelota aterriza en la línea. Para pensar en sí mismo como una persona especial, un muchacho roba de la tienda cualquier cosa que le dé la gana. Algunos harían pretextos para estas acciones declarándolas como fases de la adolescencia a la madurez. Pero sabemos que si no reconocemos tales comportamientos como pecados y no nos arrepentimos de ellos, van a causarnos averías en el futuro.

Jesús nos llama a una conciencia más profunda que hemos tenido antes. Quiere que veamos a los demás como nuestros hermanos e hermanas y tratarlos así. Somos como el padre de Santiago y Juan en la lectura. El Santo de Dios ha pasado por él. ¿Cómo puede ser lo mismo como antes? No siente la llamada de seguir a Jesús como sus hijos pero, sí, se ha cambiado. De ahora y adelante va a considerar su trabajo como oportunidad a servir al Señor. Verá a sus empleados como hermanos que trabajan con él para ganar la vida. Mirará a sus clientes como hijos de Dios Padre que merecen un buen pescado para un precio justo. El Vaticano Segundo precisa su papel así cuando dice que a los laicos les “corresponde tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios”.

Jesús no llama a todos nosotros para la misma tarea. Quiere que algunos profundicen su conocimiento de él para servir como ministros eclesiales. Invita a Pedro y Andrés a tal puesto. Ellos están para evangelizar a otros pueblos como “pescadores de hombres”. Así en la Iglesia contemporánea hay varios ministerios – ambos clérigos y laicales – para edificar la Iglesia. Contamos con los catequistas para instruir a nuestros niños en la fe. Nos hace faltan músicos para ayudarnos cantar las alabanzas a Dios. Algunos laicos sirven como evangelizadores predicando la palabra de Dios de una perspectiva familiar.

Para otros la llamada llega aún más adentro. Sienten la inquietud de dedicar cuerpo y alma al Señor hasta el derecho de tener su propia familia. Este grupo, representado por Santiago y Juan dejando a su padre en la barca, sigue al Señor en la vida religiosa. Su elección no tiene mucha popularidad hoy por varias razones. En primer lugar, el ambiente social dicta que debamos tener la intimidad sexual para realizar la felicidad. En segundo lugar, los padres, teniendo a pocos hijos, no promueven “la vocación religiosa” porque quieren ver sus familias aumentándose con nietos. Pero se precisa la vida religiosa ahora más que nunca para demostrar al mundo que ni el sexo ni el dinero ni cualquiera otra cosa de este mundo tienen el mayor valor. Más bien, este valor -- la perla más preciosa – es Dios mismo.

Si nos sentamos en cualquier centro público, vamos a escuchar una sinfonía de sonidos músicos. No habrá una familia de músicos en el fondo, sino el pueblo llevando celulares cada uno con su propio tono. Es como Jesús tiene su propia llamada para cada uno de nosotros. No importa nuestro sexo o el dinero que llevamos, nos llama: “Sígueme”. A los padres, los hijos, y los nietos, nos llama: “Sígueme”.

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