VIGÉSIMO
OCTAVO DOMINGO ORDINARIO
(II Reyes
5:14-17; II Timoteo 2:8-13; Lucas 17:11-19)
Hoy en día
se ve la publicidad de hospitales en carteleras por las carreteras. Típicamente muestra la figura de una persona con
la mirada de gran satisfacción. El
escrito acompañándola dice algo como: “Tal y tal hospital me devolvió la
vida”. Así podemos imaginar el general
sirio Naamán cuando viene al profeta en la primera lectura hoy.
Naamán
tenía la lepra tan fuerte que no pudiera encontrar ningún remedio en su propio
país. Viajó a Israel para pedir la ayuda
de Eliseo, el santo profeta de Dios. El
profeta ni siquiera lo vio. Sólo le
mandó a bañar en el Río Jordán. Al cumplir el mandato, la carne del general se
hizo como la piel de un niño. No
deberíamos preguntarnos: ¿cómo puede ser que el profeta de Israel cura a un
forastero? Pues, Dios siempre se ha compadecido
a los no creyentes tanto como a los creyentes.
Por eso, el mes pasado el papa Francisco escribió una carta hablando de
la posibilidad de que Dios perdone a los ateos.
Dice el
papa que los ateos, junto con nuestros parientes que ya no asisten en la misa,
tienen que obedecer sus conciencias. Esto
no es por decir que guarden las normas que ellos inventen para maximizar su comodidad. Más bien, tienen que reconocer que ellos como
todo hombre y mujer no somos completamente en control de nuestra existencia. Más bien, estamos siempre dependientes de los demás a quienes debemos no sólo agradecimiento sino también el esfuerzo. En la lectura Naamán hace un paso más avanzado
que este mínimo. Reconoce con todo
corazón a Dios como su bienhechor sobre todo.
Dice: “Ahora sé que no hay más Dios que el de Israel”.
Naamán
quiere regalar al profeta por su intervención, pero Eliseo le rechaza la
oferta. No quiere dejar ninguna idea que
fuera él y no Dios que hizo la cura.
Sabe que Dios controla todo, sea la mano del cirujano que corta el
apéndice inflamado o sea la tormenta que
inunde las casas. Por eso, sobre
todo le debe a Él el agradecimiento. Es
lo que dice el sacerdote en un cuento de un pueblo norteamericano. Un Viernes Santo el pastor luterano sintió la
lujuria en su corazón para una mujer que no era su esposa. Por un rato tomaba gran gusto con el
pensamiento. Entonces sintió arrepentido
y fue a visitar a su amigo, el padre católico, para buscarle ayuda. El padre lo escuchó y le pronunció la
absolución de pecados. El pastor,
completamente aliviado, le dijo al padre que no podía agradecerle
suficientemente. El padre respondió: “No
me agradezcas a mí. Soy sólo el
mensajero”. Es cierto: debemos a Jesucristo,
nuestro Dios, el agradecimiento por habernos salvado con su cruz.
Estamos en
la misa ahora precisamente para darle gracias a Dios por habernos perdonado y
para pedirle ayuda en la lucha continua.
Es el motivo de Naamán en su petición de llevar tierra de Israel para
construir un altar a Dios en su país.
Asimismo, es porque el leproso samaritano en el evangelio regresa a
Jesús. Lo reconoce como
el Señor con el poder sobre el mal. Por
eso, Jesús lo declara “salvado” mientras los otros nueve quedan sólo sanos.
Una vez
un sabio dijo que no hay ningún día de fiesta más típicamente americano que el
Día de Acción de Gracias. No es tanto
que casi todos coman los mismos manjares ese día sino que tienen el mismo
agradecimiento en sus corazones. Con los ateos nosotros cristianos estamos agradecidos
a nuestros antepasados por habernos dado la vida. Aparte de los ateos expresamos el agradecimiento
a Dios por habernos salvado con la cruz de Jesucristo. Sobre todo estamos agradecidos por
Jesucristo.
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