El domingo, 13 de octubre de 2013


VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO ORDINARIO

(II Reyes 5:14-17; II Timoteo 2:8-13; Lucas 17:11-19)


Hoy en día se ve la publicidad de hospitales en carteleras por las carreteras.  Típicamente muestra la figura de una persona con la mirada de gran satisfacción.  El escrito acompañándola dice algo como: “Tal y tal hospital me devolvió la vida”.  Así podemos imaginar el general sirio Naamán cuando viene al profeta en la primera lectura hoy.

Naamán tenía la lepra tan fuerte que no pudiera encontrar ningún remedio en su propio país.  Viajó a Israel para pedir la ayuda de Eliseo, el santo profeta de Dios.  El profeta ni siquiera lo vio.  Sólo le mandó a bañar en el Río Jordán. Al cumplir el mandato, la carne del general se hizo como la piel de un niño.   No deberíamos preguntarnos: ¿cómo puede ser que el profeta de Israel cura a un forastero?  Pues, Dios siempre se ha compadecido a los no creyentes tanto como a los creyentes.  Por eso, el mes pasado el papa Francisco escribió una carta hablando de la posibilidad de que Dios perdone a los ateos. 

Dice el papa que los ateos, junto con nuestros parientes que ya no asisten en la misa, tienen que obedecer sus conciencias.  Esto no es por decir que guarden las normas que ellos inventen para maximizar su comodidad.  Más bien, tienen que reconocer que ellos como todo hombre y mujer no somos completamente en control de nuestra existencia.  Más bien, estamos siempre dependientes de los demás a quienes debemos no sólo agradecimiento sino también el esfuerzo.  En la lectura Naamán hace un paso más avanzado que este mínimo.  Reconoce con todo corazón a Dios como su bienhechor sobre todo.  Dice: “Ahora sé que no hay más Dios que el de Israel”.

Naamán quiere regalar al profeta por su intervención, pero Eliseo le rechaza la oferta.  No quiere dejar ninguna idea que fuera él y no Dios que hizo la cura.  Sabe que Dios controla todo, sea la mano del cirujano que corta el apéndice inflamado o sea la tormenta que  inunde las casas.  Por eso, sobre todo le debe a Él el agradecimiento.  Es lo que dice el sacerdote en un cuento de un pueblo norteamericano.  Un Viernes Santo el pastor luterano sintió la lujuria en su corazón para una mujer que no era su esposa.  Por un rato tomaba gran gusto con el pensamiento.  Entonces sintió arrepentido y fue a visitar a su amigo, el padre católico, para buscarle ayuda.  El padre lo escuchó y le pronunció la absolución de pecados.  El pastor, completamente aliviado, le dijo al padre que no podía agradecerle suficientemente.  El padre respondió: “No me agradezcas a mí.  Soy sólo el mensajero”.  Es cierto: debemos a Jesucristo, nuestro Dios, el agradecimiento por habernos salvado con su cruz.

Estamos en la misa ahora precisamente para darle gracias a Dios por habernos perdonado y para pedirle ayuda en la lucha continua.  Es el motivo de Naamán en su petición de llevar tierra de Israel para construir un altar a Dios en su país.  Asimismo, es porque el leproso samaritano en el evangelio regresa a Jesús.  Lo reconoce como el Señor con el poder sobre el mal.  Por eso, Jesús lo declara “salvado” mientras los otros nueve quedan sólo sanos.

Una vez un sabio dijo que no hay ningún día de fiesta más típicamente americano que el Día de Acción de Gracias.  No es tanto que casi todos coman los mismos manjares ese día sino que tienen el mismo agradecimiento en sus corazones. Con los ateos nosotros cristianos estamos agradecidos a nuestros antepasados por habernos dado la vida.  Aparte de los ateos expresamos el agradecimiento a Dios por habernos salvado con la cruz de Jesucristo.  Sobre todo estamos agradecidos por Jesucristo.

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