El Domingo, 20 de octubre de 2013


TRIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO

(Éxodo 17:8-13; II Timoteo 3:14-4:2; Lucas 18:1-8)


Fue un tiempo del libertinaje metiéndose en la Iglesia.  Doctrinas falsas multiplicaron.  Los mayores prelados tuvieron que advertir a los menores que mantuvieran la fe.  ¿De qué época estamos hablando?  ¿El siglo dieciséis cuando algunos papas vivían como príncipes y reformadores como Martín Lutero fulminaban con sus excesos?  No, esto no es el tiempo tenido en cuenta aquí.  Más bien pensamos en la segunda parte del primer siglo – posiblemente sólo una generación pero más probable dos generaciones después de la muerte de Jesús.  La Segunda Carta a Timoteo, de que leemos hoy,  se dirige a estas cuestiones amenazantes.

El autor recuerda a Timoteo de su crianza.  Como judío leía mucho las Escrituras, lo que nosotros llamamos el Antiguo Testamento. Las historias de Abraham, Moisés, y los demás lo dejaron con una fe tan firme como un roble.  Ya sabe bien de la esperanza que había guardado el pueblo Israel y cómo Jesús la cumplió.  Nosotros tenemos las mismas Escrituras, pero agregadas con las obras del Nuevo Testamento, para guiarnos a nuestro destino.  Nos aseguran que siguiendo su sabiduría vamos a alcanzar la vida eterna con Dios. 

Pero no estamos seguros que nuestra juventud pueda navegar sanamente a este fin.  Vemos corrientes contrarios que pueden llevárselos al naufragio.  Uno de estas tendencias es la fascinación con el yo por el uso de computadoras.  En vez de relacionarse con sus compañeros, los niños hoy parecen más contentos con sus juegos de computadora.  Cuando se hacen adolescentes tienen amigos -- a veces centenares – pero en muchos casos los amigos viven en otros lugares de modo que quieran impresionarlos con imágenes idealistas del yo en Facebook más que presentárselos como personas reales con una mezcla de defectos y virtudes.  Y por supuesto, sigue fuerte la pornografía del Internet como el escollo de los jóvenes.  Hay indicaciones que peligros semejantes quedan como el motivo de la carta a Timoteo.  En la Iglesia antigua se metió la idea que Jesús había liberado a la gente de sus pecados de modo que la única cosa necesaria fuera profesar su nombre.  Con este modo de pensar no importa lo que haga la persona – sea mentir o aun asesinar – con tal de que diga “Jesús”.

En la lectura se le aconseja a Timoteo que ocupe las Escrituras -- la palabra de Dios -- para corregir tales errores.  Tiene que recordarles, por ejemplo, que Jesús no quitó los Diez Mandamientos sino los profundizó con la necesidad que se cumplieran con el amor.  Eso es, para Jesús no es suficiente que no codiciemos los bienes del otro sino que debamos amarlo como a nosotros mismos.  De alguna manera tenemos que compenetrar nuestro ambiente con la conciencia de ambos Testamentos para superar los retos sumamente egoístas de hoy.  Podemos cumplir esta tarea por reflexionar como familia sobre las lecturas de la misa dominical.  Otro modo es ocupar los juegos de tarjetas para cada día del año con versículos de la Escritura que sirven como oraciones antes de comer.

La hermana Thea Bowman era una religiosa franciscana que murió prematuramente hace veinte y tres años.  Ella contaba de su niñez como negra en el sur de los Estados Unidos.  Decía que había conocido a muchos ancianos que podían citar una Escritura aunque no sabían cómo leer.  Los describía cómo teniendo Escrituras para todas las instancias de la vida: para enseñarte, para premiarte, para amenazarte, y para alabarte.  La gente entonces aceptó la Biblia como el foro en las tinieblas, el instrumento más seguro para guiarle a la salvación.  No es inimaginable que recuperemos algo de la práctica.  Es lo que la carta a Timoteo insiste cuando dice que se aproveche de la palabra en tiempo y en destiempo.  No se puede desistir porque sólo la palabra contiene la verdad que nos inclina a ser hijos e hijas justos de Dios. 

“Palabras, palabras, palabras: estoy tan harta de palabras” – cuenta una canción de Broadway.  Sí, las palabras dichas sin la verdad no importan.  Pero no es así con la palabra de Dios.  Nos habla Su palabra para que evitemos los escollos de la vida.  Nos aprovechamos de Su palabra como nuestro foro en las tinieblas.  Su palabra nos guía a nuestro destino, la vida eterna.  Su palabra nos guía a la vida eterna.

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