EL QUINTO DOMINGO DE CUARESMA
(Isaías
43:16-21; Filipenses 3:7-14; Juan 8:1-11)
Hay dos
hermanas. Una se llama la culpa y la
otra, la vergüenza. Parecen como
gemelas; pues las dos tratan de sentimientos de la incriminación. Pero hay gran diferencia entre sí mismas. Se siente la culpa como una necesidad de reformarse. La persona culpable sabe que ha hecho algo
malo y necesita arrepentirse. La
vergüenza, en cambio, es paralizadora. La
persona que lleva la vergüenza profunda siente mal de sí mismo. Aun no cree que pueda cambiarse más que pueda
nacer de nuevo. Se ve la mujer
sorprendida en el adulterio del evangelio hoy como llevando la vergüenza tanto
como la culpa.
Los
fariseos traen a la mujer a Jesús para descreditar su estima entre la gente. Le
preguntan si está bien apedrear a ella.
Si Jesús dice que no se debe ejecutar a la pecadora, estaría
contradiciendo la ley. Pero si la juzga como
culpable de un crimen capital, ¿cómo podría presentarse como defensor de los pecadores? Lo que no hay aquí es la preocupación de
parte de los fariseos por la mujer. Para
ellos la mujer es como un vaso desechable.
Aunque se presentan a sí mismos como ser hombres de Dios, no les importa
una de sus criaturas. Sólo quieren
eliminar a una persona que consideran como un rival.
Jesús se
prueba como varón de Dios y deja pista que sea Su Hijo por su repuesta a sus
perseguidores. No los condena por
intentar enredarlo en problemas. Tampoco
se enfoca en la ineptitud de la ley aunque hoy en día bajo condiciones muy
distintas los papas juzgan la pena capital caducada. Más bien Jesús toma en serio a la mujer delante
de él: temerosa, culpable, y avergonzada.
Actúa para salvarla cuando reta a sus acusadores que le lance la primera
piedra el que no tenga pecado.
Puesto
que ninguno de los fariseos se atrevería a pensar de sí mismo como libre de
pecado, todos dejan el lugar. Quedan sólo
Jesús y la mujer: la misericordia y la vergüenza. Entonces Jesús le alivia su carga por
pedirle que no peque más. Ya no más va a
sentir la vergüenza. Pues ha encontrado
al Hijo de Dios que confirma la bondad de su existencia. En la primera lectura el profeta Isaías dice
que Dios va “a realizar algo nuevo”. La
novedad puede ser la adúltera perdonada de sus delitos. También es cada uno de nosotros que tenga el
valor de reconocer sus pecados y pedir el perdón a Dios.
Vemos
esta transición en la persona de san Pablo.
Después de arrepentirse de la persecución de la Iglesia, él vive con la
felicidad. Dice en la segunda lectura:
“…nada vale la pena en comparación con el supremo bien, que consiste en conocer
a Cristo Jesús…” De hecho Pablo siguió sacrificándose por causa de Cristo por treinta
años después de su conversión hasta que lo degollaron. Se ve la transición
también en Rogelio lo cual pasó un tiempo en la prisión. Ya perdonado de su pecado, Rogelio se encarga
de un grupo visitando la cárcel semanalmente.
Se ha
llamado Jesús “la misericordia de Dios”.
¿Cómo se ve Jesús entonces? Tal
vez como un príncipe polaco como en el retrato famoso de la Divina Misericordia.
O posiblemente como el hombre muerto en el regazo de su madre como Miguel Ángel
lo esculpió en el estatuto “Piedad”. La
verdad es que hay millones y millones de imágenes de la misericordia de Dios. Pues todos nosotros llevando el nombre “cristiano”
somos llamados a reflejar la misericordia.
Todos nosotros somos llamados a reflejar la misericordia de Dios.
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