El domingo, 3 de julio de 2016



DECIMOCUARTO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 66:10-14, Gálatas 6:14-18; Lucas 10:1-9)

Hace ocho cientos años un sacerdote llamado Domingo misionó en el sur de Francia.  Tenía un grupo de colaboradores con quienes convivía en un convento.  También tenía un sueño.  Quería ver al mundo entero aprovechándose de la salvación que ganó Jesucristo.  Con la autorización del papa Domingo dispersó a sus compañeros para predicar el evangelio por Europa.  Dijo: “La semilla almacenada pudre”.   Con esta acción Domingo imitó el empeño de Jesús en el evangelio hoy.

Jesús tiene un gran número de discípulos, tanto mujeres como hombres. Se puede imaginar de qué tipos de gente son.  Unos son bien educados; conocen las Escrituras como los nombres de sus hijos.  Otros están atraídos a Jesús porque con él las Escrituras les hacen sentido por primera vez.  Unos hablan con tanta facilidad que parecen como los vendedores de medicinas naturales.  Otros prefieren quedarse callados como soldados marchando a la batalla.  No es que todos sean bien preparados a anunciar el Reino de Dios, pero Jesús se fija en la necesidad de la gente que llama la mies.  Como la mies necesita los rayos del sol, a la gente le faltan predicadores para contarles del amor de Dios. 

También en nuestro tiempo vemos la falta de predicadores del Reino.  La vida se ha hecho en un concurso para ganar tanto como posible por la satisfacción personal.  Se considera el trabajo más que nada como el medio para ganar el dinero.  La intimidad matrimonial se hace en modo de garantizar el placer físico.  Aún los hijos son producidos para aumentar el sentido de logro personal. Sí, creen que Dios los ama, pero no entienden que su amor imponga límites al yo para que el espíritu crezca.  No se dan cuenta que el trabajo también es modo de colaborar con Dios por el bien de todos.  No aceptan a hijos como regalos para cuidar de modo que crezcan como miembros de la familia de Dios.  Le hace falta a la gente escuchar este mensaje no sólo de los sacerdotes también de sus compañeros. 

Desgraciadamente hay personas que exploten el evangelio para su propia ganancia.  Las noticias son repletas de historias de abusos de hipócritas hablando mientras engaña a sus escuchadores.  Si vamos a evitar el sospecho de la gente, nuestro testimonio del amor de Dios tiene que ser auténtico.  Tenemos que mostrar cómo el cumplimiento de la vida resulta de servir a los demás sin preocuparse de la fortuna, la fama, o el afecto.  Por eso, Jesús pide a los enviados que no busquen los mejores alojamientos sino que acepten con la gratitud lo que se les ofrezcan.  Quiere que marchen sin recursos para mostrar cómo Dios provee para aquellos que lo amen.

Los judíos cuentan la historia del rabí de una aldea campesina.  Cada viernes por la noche en el mes antes de su día más santo este rabí desvaneció.  No sabiendo a dónde se fue, la gente decía que estaba en el cielo pidiendo a Dios el perdón por ellos.  No creyendo el pretexto común, un joven decidió a seguir al rabí.  Lo vio caminando en ropa común al bosque.  Allá tumbó un árbol y lo corto en leña.  Llevó la leña a la casa de una viuda y se le ofreció.  Cuando la viuda le dijo que no tenía para pagarle, el rabí dijo que le prestaría el dinero.  Entonces el rabí le hizo un fuego en la cocina y se fue.  Desde entonces cuando la gente expresó que el rabí fue al cielo, el joven respondió: “al cielo o a un lugar más alto”.

Podemos ver a Jesús como este rabí.  Pues Jesús cambió su apariencia para vivir como uno de nosotros.  Aún más al caso,  Jesús como el rabí Jesús nos hizo gran sacrificio gratis para salvarnos del apuro del pecado.  Podemos ver a Jesús en la persona del rabí, pero ¿podemos ver a nosotros mismos también?  Como seguidores de Jesús, queremos imitar su generosidad por compartir el tiempo, talento, y tesoro con los necesitados.  De esta manera la gente sabrá del amor de Dios.

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