El domingo, 20 de agosto de 2017

EL VIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 56:6-7; Romanos 11:11-15.29-32; Mateo 15:21-28)

Una mujer llega a la sala de urgencia con su hija de cinco meses.  Quiere ver a un médico porque la niña ha estado tosiendo por diez días.  Dice que a veces suena como está ahogándose con su mucosidad y a veces tose tanto que vomite.  La mujer tiene la fe que el doctor pueda aliviar la condición.  En el evangelio hoy vemos a una mujer viniendo a Jesús in una tal situación.

Curiosamente la mujer es cananea.  Eso es, una descendiente de la nación que dio culto a Baal, un dios pagano. Sin embargo, ella no muestra ninguna inclinación al dios de sus antepasados.  Más bien, pone la fe en el Dios de Israel.  Le solicita a Jesús, su ungido: “’Señor, hijo de David, ten compasión de mí’”.  Quiere que Jesús alivie a su hija afligida por un demonio. 

Admiramos a la mujer por su fe.  La consideramos valiente por haber escogido al Dios de otro pueblo como el que tiene soberanía sobre todos los poderes del mundo.  Sí, es cierto que la mujer se muestra como perspicaz, pero la fe queda, en primer lugar, la acción de Dios, no del hombre.  Es Dios que está tirándole más cerca de él.  Porque Dios nos ama, nos tira también a cada uno a él para que compartamos la felicidad de la Beata Trinidad.

La mujer ya siente esta felicidad, al menos un poquito.  Cuando Jesús le trata de explicar cómo sería mejor que él siga con su propósito de dirigirse a los judíos, ocupa una frase brusca. Dice: “’No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos’”.  Pero la mujer tiene tanta confianza en Dios que responda al comentario como si fuera broma.  Dice a Jesús que aun los perros comen las migajas de la mesa de sus amos.

La fe nos agrada como los rayos del sol en la frescura de la mañana.  Nos asegura que Dios es soberano de todo, que nos ama, y que estas dos cosas son las únicas que importan en el largo plazo.  Por eso, ni nada ni nadie últimamente pueden hacernos daño.  Que no nos malentendamos. La fe no nos ciega.  Sabemos que vamos a sufrir.  Pero reconocemos que el sufrimiento, aguantado con la fe, resulta en la gloria.  Recuerdo a un teólogo comentando sobre la fe de los misioneros a Pakistán.  Se preguntó cómo pueden los misioneros dejar tantas comodidades en su país de origen para trabajar con los más pobres en una tierra con al menos algunos los desprecian.  Respondió sólo por la fe.  Los misioneros saben que la fe cristiana facilita la salvación de la gente pakistaní mientras responde a Dios por su bondad hacia ellos.

Por la fe creemos que Dios nos ha preparado un lugar en la vida eterna.  En este sentido la fe de la mujer parece limitada.  Pues le pide a Jesús sólo el alivio de su hija, no un lugar en el cielo.  Pero conocer a Jesús es experimentar la vida eterna.  Por desviándose para encontrar al Señor, la cananea realiza el objetivo de la fe.

Jesús no demora en reconocer la grandeza de la fe de la cananea.  Sabe que el amor de Dios se extiende a todos los pueblos aunque su misión al momento sea a Israel.  Realmente se les ofrece la fe a todos aun a las personas que no conocen a Cristo.  Pues la fe en su modo más genérico no es las creencias del Credo sino la convicción para hacer lo bueno y evitar lo malo.  Dios habla este mensaje en la conciencia de cada ser humano. Nosotros cristianos somos afortunados porque tenemos la Escritura y los sacramentos para ayudarnos responder a su voz.


Se puede describir la fe en diferentes modos.  Es aceptación de las creencias del Credo.  Es también un don de Dios.  Además es la respuesta de actuar para hacer lo bueno y evitar lo malo.  Pero sobre todo la fe es el seguimiento del Señor Jesús.  Él nos lleva por las pruebas y las complacencias de esta vida a una existencia donde reina la felicidad.  Él nos lleva a la felicidad de la vida eterna. 

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