DECIMOSÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO, 28 de julio de 2019
(Génesis
18:1-10; Colosenses 2:12-14; Lucas 11:1-13)
Un cine
cuenta del viaje espiritual de un criminal.
El hombre fue condenado por el homicidio de dos personas. Pero nunca ha reconocido su culpabilidad
hasta el momento de su ejecución.
Entonces se arrepiente de su hecho y pide el perdón de las familias de
sus víctimas. Muere como hombre justificado en paz con Dios y el mundo. Dios quiere que todos nosotros alcancemos la
misma justicia.
De hecho
se puede decir que Dios siempre actúa para rendir justos a los hombres. La pena de muerte es solo una herramienta que
Dios tiene para que se arrepientan.
Otro remedio es la misericordia.
Es probable que la gente responda a la bondad con la buena voluntad a
los demás. Con este motivo en cuenta los
papas recientes han exhortado que los gobiernos abandonen la pena capital. En la primera lectura hoy vemos a Abraham
pidiendo a Dios algo parecido. Quiere
que Dios no destruya a Sodoma y Gomorra con fuego. Dios no opone la idea. Sin embargo, sabe que la estrategia necesita
un cierto número de hombres inocentes para que sea exitosa.
La
segunda lectura describe cómo Dios no sólo quería justificar a los hombres sino
también fabricó un plan para hacerlo. Su
hijo unigénito Jesucristo, el único inocente, murió en la cruz ganando la
atención de todos. Viendo a Jesús
sufriendo por nosotros, queremos arrepentirnos de nuestra maldad para
seguirlo. Es como sienten los jóvenes
cuando ven a sus héroes, sea Ronaldo o
sea Ángela Merkel. Quieren imitar sus
virtudes.
Pero hay
otro aspecto más profundo de Jesús que gana nuestra justificación. Como el mejor jugador del equipo él nos ha
ganado la victoria sobre el mal. Por
unirnos con él en el bautismo recibimos la medalla como si fuéramos miembros de
un equipo de relevos. No de oro se hace
esta medalla sino de la gracia. Por
recibirla nos levantamos a nueva estatura.
Vivimos con el amor en el corazón mientras caminamos por las alegrías y
tristezas de este mundo. Más que esto,
ayudamos a los demás en la carrera para que todos alcancen la vida eterna.
Rezamos
para la justificación cuando decimos “…venga tu Reino” en el Padre
Nuestro. Estamos pidiendo que todos
hombres y mujeres en la tierra tengan un corazón lleno de la gracia. Entonces el mundo será como el cielo. En la misma oración nos comprometemos a
contribuir a la justicia por mostrar el perdón.
Si nos disponemos a “perdona(r) a todo aquel que nos ofende”, el odio
disipará como el calor con la brisa vespertina.
No
debemos menospreciar el don de la gracia. La gracia es la vida de Dios, el Espíritu
Santo. Más que la plata y el placer, la gracia nos hace buena la vida. En la segunda parábola del evangelio hoy
Jesús nos asegura de esto. Dice que como
un buen padre provee las necesidades de la vida, Dios no nos escatima el don
del Espíritu Santo. Este poder nos
levanta sobre las riñas y divisiones de la vida. Además, nos permite a ayudar a los demás
reconciliarse con Dios.
Los
discípulos vienen a Jesús pidiéndole que les enseñe a orar. Jesús no lo hace sin enseñarles cómo
vivir. Quiere que nosotros, sus
discípulos, vivamos dispuestos a perdonar.
Es como si nuestra voluntad a amar al otro a pesar de sus culpas moviera
a Dios lo más. Para hacer esto nos hace
falta la gracia del Espíritu Santo. Que
nunca nos falte a pedir a Dios la gracia del Espíritu Santo.
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