El domingo, 27 de octubre de 2019


EL TRIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO

(Eclesiástico 33:1-7.17-18.19.23; II Timoteo 4:6-8.16-18; Lucas 18:9-14)


Se dice que los fariseos salvaron al judaísmo de la extinción.  En el primer siglo los zelotes entre los judíos se rebelaron contra el imperio romano.  Querían un estado independiente donde los judíos podían gobernar a sí mismos.  Desgraciadamente, los romanos tenían el mejor ejército en el mundo.  Cuando los israelitas rebelaron, los romanos aplastaron la revuelta.  Dejaron Jerusalén en estragos con el templo tumbado y el pueblo gimiendo.  Pero los fariseos siempre hacían hincapié en la obediencia a la Ley en vez de sacrificios de templo.  Por eso, desde entonces la mayoría de los judíos han seguido su manera de practicar la fe.

Es cierto que el evangelio casi siempre pintan a los fariseos como hombres nefastos.  Sin embargo, en algunos lugares los fariseos se comportan como personas honorables.  El fariseo Nicodemo viene a Jesús para aprender la fe.  Otro, llamado Simón, lo invita a comer en su casa.  En una de sus cartas San Pablo dice sin lamento que era fariseo.  Nos preguntamos entonces porque Jesús reprocha a los fariseos tan severamente.  El pasaje evangélico hoy nos da unas pistas para responder al interrogante.

El fariseo en esta parábola no parece como un malvado.  No roba, ni bebe, ni comete adulterio.  En algunos modos se comporta como mucha gente respetuosa de la ley hoy en día.  A lo mejor conocemos a personas como él en nuestro trabajo o en la comunidad.  Sin embargo, hay algo irritante acerca del fariseo.  Parece autosatisfecho, aun arrogante. No reconoce ninguna culpa en su vida.  Ni pide nada de Dios.  Sólo se jacta de su propia virtud mientras echa críticas a los demás.  Si nos irrita la actitud del fariseo, le disgusta a Jesús completamente.  Dice que el fariseo regresa a casa no justificado por enaltecerse ante Dios.

Por otra parte queda el publicano.  En el tiempo de Jesús los publicanos eran como los inspectores de edificios hoy en día.  Eso es, siempre buscaban mordidas.  El publicano de este evangelio evidentemente no es excepción a este patrón.  Pero ahora reconoce su pecado y se arrepiente de ello.  Se humilla a sí mismo sentándose al fondo del templo mientras pide el perdón.  Dios, que siempre es justo en sus  juicios como dice la primera lectura, lo juzga como justificado.  El publicano vuelve a casa en paz.

¿Puede el publicano acepta sobornos ahora?  No, al menos si va a seguir en el favor de Dios.  Recordamos cómo el publicano Zaqueo se reforma completamente con su encuentro con Jesús.  Dice que si ha defraudado a alguien, le restituirá cuatro veces.  Este publicano debe hacer algo semejante.

A lo mejor no somos tan arrogantes como el fariseo en la parábola ni tan humildes como el publicano.  Sin embargo, pecamos, a veces gravemente.  No debemos dejar que este hecho nos derrote.  Como San Pablo en la segunda lectura queremos seguir corriendo hasta la meta.  Que confesemos nuestros pecados tanto frecuente como sinceramente.  Dios, que es justo, nos ha salvado por Jesucristo.  Sólo tenemos que pedirle perdón en el sacramento.  No nos negará la medalla de oro, la justificación de nuestros pecados.  Nunca nos negará la justificación.

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