El domingo, 17 de noviembre de 2019

TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO ORDINARIO

(Malaquías 3:19-20; II Tesalonicenses 3:7-12; Lucas 21:5-19)


Los parisinos lamentan el incendio en la catedral de Notre Dame este abril pasado.  Las llamas hicieron daño masivo a diferentes partes de la estructura.  Sin embargo, su lamento fue pequeño comparado con la congoja de los judíos con la destrucción del templo.  En el medio del primer siglo el ejército romano vino en toda fuerza para sofocar una rebelión judía.  En el proceso desmontó el gran templo del rey Herodes.  Hasta el día hoy los judíos han tenido luto por la pérdida.  Era el único lugar en que podían ofrecer sacrificios para pedir a Dios perdón y agradecerle la bondad.  En el evangelio hoy Jesús advierte a la gente de la destrucción que iba a venir.  Además instruye a sus discípulos cómo prepararse para el fin del mundo.

Podemos pensar en el templo como las cosas que dan valor a nuestras vidas.  Para nosotros el templo es como nuestra familia, nuestra ocupación o nuestra salud.  Sin alguna de estas cosas nos sentiríamos empobrecidos, tal vez perdidos.  Es posible que no quisiéramos seguir viviendo.  Cuando muere una pareja después de cincuenta años de matrimonio, el otro a menudo se siente desolado.  No ve cómo va a seguir adelante en la vida.  Los dos eran uno, tan cercanos como gemelos juntados en la cadera.  Ya queda la mitad como si fuera teniendo una hemorragia.

¿Qué podemos hacer para mantener la cordura en tales circunstancias?  Jesús responde a este interrogante en la lectura.  Asegura a sus discípulos que van a experimentar pruebas.  Tiene en mente las persecuciones, pero se puede aplicar sus palabras a la muerte de un ser querido.  Dice que hemos de “dar testimonio de (él)”.  No hay ninguna verdad de Jesús que vale nuestro testimonio más que lo siguiente: Jesús murió y se resucitó por amor de los seres humanos.  Por eso, damos testimonio de Jesús por seguir amando a pesar de las contrariedades de la vida. 

La experiencia amarga de la muerte puede causar nuestro corazón a secarse.  Entonces no queremos amar más. No queremos incomodarnos para ayudar a una persona en necesidad.  Mucho menos  queremos perdonar al familiar que nos ha ofendido.  Sólo queremos proteger lo que tenemos para que no perdamos nada más.  Pero hacer obras del amor por los demás nos ayudaría en modos más allá que mantener la cordura.  Nos movería más cerca de la persona que hemos perdido.  Pues Jesús ha prometido la misma gloria que él tiene a aquellos que lo siguen. 

En la primera lectura el profeta Malaquías habla del “día del Señor”.  No está pensando en el día domingo sino en el final de los tiempos.  Diferente de otros profetas Malaquías no lo ve como un día de terror para todos.  Según él sólo los malvados tienen que preocuparse.  Aquellos que aman en acuerdo con la voluntad de Dios pueden anticipar el día con gozo.  Ellos serán recompensados por sus obras del amor.

Por supuesto el amor tiene que ser más que palabras.  San Pablo en la segunda lectura regaña a los ociosos que hablan del amor pero no hacen nada.  Dice que todos tienen que trabajar para el bien común.  Meramente porque el mundo puede terminar mañana no debe ser pretexto para desistir practicar el amor diariamente.  Al contrario,  porque puede terminar pronto tenemos que aplicarnos a la tarea del amor ahora.  Queremos crear una sociedad que se acogerá a Jesús cuando regrese.

En las partes norteñas estos días se siente la muerte.  Las hojas caídas dejan los árboles sin signo de la vida.  El aire frío, a menudo mojado, nos da escalofríos.  El año está casi para terminar.  Sí estas cosas nos recuerdan de la muerte que va a llevarse a todos.  Pero la muerte no marca la desolación para aquellos que creen en Jesucristo como Señor.  Siguiéndolo por obras del amor vamos a resucitarnos en la gloria.

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