El domingo, 8 de marzo de 2020

EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

(Génesis 12:1-4; II Timoteo 1:8-10; Mateo 17:1-9)


Se llama la Odisea la mayor novela de la historia.  Cuenta de la vida de Odiseo en la forma de un diario de viaje.  Me imagino que muchos de nosotros vemos nuestras vidas así.  Comenzamos el viaje el día de nuestro nacimiento.  Por el camino encontramos a diferentes personas y tenemos diferentes experiencias.  Conocemos tiempos buenos y tiempos malos.  Al final llegamos a nuestro destino si no hemos desviado del recorrido.  En la primera lectura Dios llama a Abram a hacer un viaje.  Basado en la fe, el viaje de Abram se ha hecho el modelo para nuestros propios viajes a la eternidad.

Abram ha de dejar familia y nación para ir a una tierra extranjera.  Tiene no más que una promesa de Dios que el viaje valdrá la pena.  Se le dice que lo hará padre de un gran pueblo y bendición a muchos.  En su viaje Abram aprenderá nuevos modos de vivir.  Se dará cuenta de la importancia de atesorar a su esposa y de tratar a los demás con la bondad. 

Dios ha hecho una llamada semejante a cada uno de nosotros.  Quiere que dejemos las malas costumbres de familia y nación para que seamos hermanos y hermanas de Cristo.  Esto no quiere decir que nuestras familias y naciones sean malas.  Pero ¿quién no dirá que existen prejuicio, cinismo, y otras actitudes comprometedoras entre sus familiares?  Asimismo ¿quién no admitirá que su cultura tiene tendencias corruptas como el individualismo y el relativismo?  Por esta razón Dios nos llama aborde la barca de la Iglesia.  Aquí quiere inculcar en nosotros las virtudes de la justicia, la sabiduría, y la misericordia. 

En la segunda lectura Pablo nos indica la meta de nuestro viaje de fe.  Dice que Cristo Jesús ha revelado “la luz de la vida y la inmortalidad”.  Si procuramos cumplir el viaje, vamos a llegar a Jesús en la resurrección del cuerpo.  Al menos Pablo no dudó este destino.  En otra carta escribe: “…siento gran deseo de romper las amarras y estar con Cristo…” 

Realmente Jesús constituye el camino del viaje tanto como su meta.  Por el evangelio, el compendio de la vida de Jesús y sus enseñanzas, aprendemos cómo consagrar nuestra vida a Dios. Tenemos que cumplir las responsabilidades a la familia y al trabajo, de ser buenos prójimos a los necesitados, y de adorar a Dios como se le debe.  No es nada fácil este camino.  Se dice que en los maratones aun los corredores probados después de treinta kilómetros a menudo “chocan contra un muro”.  Eso es, por falta del glucógeno sienten incapaz de llegar a la meta.  Así en el camino hacia “la luz de la vida y la inmortalidad” a veces experimentamos la falta del glucógeno.  No queremos seguir adelante.  Preferimos un deseo pecaminoso como insultar a nuestra pareja o calumniar a un adversario.  Necesitamos la ayuda para seguir adelante en el camino. 

Somos como los apóstoles cuando Jesús lleva a los tres principales a la montaña en el evangelio.  Jesús acaba de decir a todos que va a sufrir la muerte en Jerusalén.  Añadió que ellos tienen que seguirlo llevando sus cruces detrás de él.  La visión de Jesús transfigurado en la gloria les da el ánimo para continuar.  Entonces el toque de Jesús levanta a los tres de su temor para que enfrenten los retos adelante.  Nosotros tenemos la visión del Señor transfigurado en los santos.  Recuerdo al papa San Juan Pablo II en la televisión la Navidad antes de su muerte.  Su cara miró viejo y cansado.  No obstante, parecía resoluta luciendo con la verdad en un mundo distorsionado.  No le importaba si los soberbios se burlaban de él.  Quería decir al mundo una vez más: “Te amo.”

Hablamos de la vida como un viaje, pero esta palabra no hace la justicia a su trayectoria.  Realmente es más como una peregrinación.  Al menos es así cuando la vivimos con la fe.  No caminamos solos sino en buena compañía.   Tenemos como ayuda en los momentos retadores los sacramentos.  Al final llegaremos al santuario del Señor – “la luz de la vida y la inmortalidad”.

No hay comentarios.: