El domingo, 2 de agosto de 2020


DÉCIMO OCTAVO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 55:1-3; Romanos 8:35.37-39; Mateo 14:13-21)


El presbítero Domingo de Guzmán era joven compañero de Diego, el obispo de Osma en España.  Los dos pasaron muchos años viajando juntos, particularmente en el sur de Francia.  Allá el catarismo, una secta que creía que el diablo creó el orden material, tenía gran seguimiento.  Los dos clérigos esperaban convencer a los cátaros de la bondad de la creación por una predicación alumbrada.  De repente el obispo Diego murió.  Domingo estaba intensamente turbado.  Sentía que tuvo que renovar solo la predicación para salvar a los cátaros de modos de pensar inhumanos.  Domingo recuperó sus fuerzas para lanzar a la Orden de los Predicadores.  El evangelio hoy recuerda una historia semejante.

San Lucas describe a Juan Bautista como pariente de Jesús.  A lo mejor su relación era más significante que esto.  Juan bautizó a Jesús.  Es muy posible que Jesús hubiera seguido a Juan como su discípulo por un rato.  De todos modos, evidentemente Jesús se pone muy triste con las noticias del asesinato de Juan.  Dice el evangelio hoy que cuando se entera del acontecimiento, Jesús se dirige a un lugar “apartado y solitario”.  Tal vez pensaba sobre su vida y la posibilidad de su muerte prematura como la de Juan.  Se ha dicho que tenemos que aceptar nuestra muerte antes de que podamos ser libres de vivir.  Es decir, con el reconocimiento de nuestra muerte, no desgastaremos tiempo en cosas frívolas, sino nos dedicaremos a las cosas que nos importan lo más.  Lo que le importa a Jesús lo más es el reino de Dios, su Padre.

La experiencia de la pandemia debería habernos llevado a la misma percepción.  Incluso si no hemos conocido a nadie que haya muerto a causa del virus, las referencias continuas a la muerte nos han estremecido.  “¿Qué pasaría si fuera a morir yo?” nos preguntamos.  Seguimos con otros interrogantes: “¿He realizado algo que vale?” y “¿Qué querría hacer?”

Ciertamente no queremos pensar en nosotros como haber vivido solamente para nosotros mismos. Nuestros padres y catequistas nos han enseñado a preocuparnos de los demás.  ¿Somos hermanos, amigos, prójimos dignos del nombre cristiano?  Jesús nos muestra cómo ser un cristiano en la lectura hoy.  Cuando la gente le enfrenta con sus necesidades, no demora para compadecerse de ella.  En primer lugar, Jesús cumple con su necesidad más evidente.  Cura a los enfermos.

Entonces Jesús se percata de una necesidad más profunda.  Se parece como el hambre para pan, pero es una necesidad espiritual, no material.  Jesús sabe que les falta el sustento espiritual para llegar al reino de Dios.  Es el conocimiento que Dios los ama como sus hijos e hijas.  En la primera lectura el profeta ofrece este conocimiento a los refugiados judíos en Babilonia.  Dice que Dios está proporcionándoles no solo el pan sino también la libertad para volver a Judea.  Este conocimiento se pone aún más concreto en la segunda lectura.  San Pablo nos asegura que nada – ni siquiera la muerte – vence el amor de Cristo para nosotros.

Recibimos este amor particularmente por medio de la Eucaristía.  Es pan básico (solo harina y agua) transformado en el cuerpo verdadero del Señor.  Tomándolo, nosotros no lo asimilamos en nosotros como hacemos con comida ordinaria.  Al contrario, nos asimila en ello para que vivamos más libres, felices, y preocupados por los demás.  En el evangelio Jesús anticipa la última cena donde nos proporciona la Eucaristía definitivamente.  Él toma el pan, mira al cielo bendiciendo a Dios el Creador, y lo reparte a sus discípulos.  Ellos siguen distribuyéndolo a todo el mundo.

Muchos están temerosos de la muerte causado por el virus Corona-19.   Se preocupan de contraerlo en el trabajo y de sus hijos contrayéndolo en la escuela.  Ciertamente la vigilancia sigue necesaria.  Es solo prudente que mantengamos la distancia indicada de uno a otro y llevemos máscaras como recomiendan nuestros funcionarios de salud.  Pero es aún más indicada la confianza en el amor de Dios para cada uno de nosotros.  Este amor nos permite a libres, felices, y preocupados por los demás. Incluso si morimos este amor no disminuye.  Más bien, se transforma en una acogida entre los santos.   

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