El domingo, 13 de octubre de 2024

 VIGÉSIMA OCTAVO DOMINGO ORDINARIO

(Sabiduría 7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-30)

Muchos católicos conocen el Libro de la Sabiduría por haber participado en misas de exequias. Allí se lee a menudo la frase que dice: “Las almas de los justos están en la mano de Dios”. Esto es cierto, pero esta afirmación no abarca ni una décima parte del mensaje del libro. La Sabiduría fue escrita en el primer siglo antes de Cristo, aunque el autor se expresa como si fuera el rey Salomón, unos novecientos años antes.

La lectura de hoy del Libro de la Sabiduría recuerda una experiencia de la vida de Salomón. Después de asumir el trono de Israel a una edad joven, Salomón va a Gibeón para ofrecer sacrificios a Dios. En su peregrinación, Salomón sueña que Dios le promete cualquier cosa que le pida. La respuesta del joven rey agrada al Señor: pide la sabiduría para gobernar bien a un pueblo tan grande como Israel. Entonces, Dios le concede no solo la prudencia, la sabiduría práctica, sino también la riqueza y otros bienes.

La prudencia nos ayuda a decidir bien. Casi siempre hay muchas opciones para cualquier decisión que enfrentemos. Podemos manejar al trabajo, ir en bicicleta o tomar un autobús, por ejemplo. La prudencia nos impulsa a consultar a quienes conocen los factores involucrados. En nuestro caso, tal vez queramos preguntar al meteorólogo si va a llover y a la persona que conoce la ruta si hay baches en las calles. Así, la prudencia nos señala la opción más provechosa. Además, la prudencia nos proporciona la determinación para poner en práctica la decisión una vez que se ha tomado. No permite que perdamos tiempo preguntándonos si hemos decidido bien.

El hombre rico que se acerca a Jesús en el evangelio de hoy necesita la prudencia. Está a punto de tomar la decisión más significativa de su vida: ¿cómo va a vivir para alcanzar la vida eterna, su meta? Muestra el principio de la virtud al consultar a Jesús, un maestro consumado, antes de decidirse. También la prudencia ilumina al hombre que Jesús no solo sabe cómo llegar a la vida eterna sino que es la vida eterna misma. Jesús es la perla de gran valor. Como el comerciante que vende todas sus pertenencias para comprar esta perla, el hombre debería dejar su riqueza a los necesitados para seguir al Señor.

Desgraciadamente, su prudencia le falla. El rico no puede llevar a cabo lo que su corazón juzga como provechoso. Por su deseo de retener su riqueza, “se entristeció y se fue apesadumbrado”. Para él, su dinero se ha convertido en una maldición. Es como el opio para el adicto: aunque sabe que le impide desarrollarse como persona, no puede desprenderse de ello.

Jesús nos pide a nosotros también que renunciemos a nuestros recursos para seguirlo. Tal vez no nos exija hacerlo de inmediato como al rico del evangelio. Pero para seguirlo, estamos obligados a compartir de nuestra riqueza con aquellos que viven en necesidad. Si no lo hacemos, nuestra oportunidad para la felicidad eterna será tan escasa como la de un camello pasar por el ojo de una aguja. Si lo hacemos, podemos anticipar la gloria de conocer a Jesús cara a cara.

La lectura termina con Jesús consolando a los discípulos que han dejado todo de una vez para seguirlo. Dice que su recompensa es buena en este mundo (“cien por uno”) y excelente en la vida eterna. La referencia a aquellos que han dejado todo nos hace pensar en los sacerdotes y religiosas. ¿Viven todos ellos con felicidad? Desgraciadamente, no se puede responder “sí” de manera categórica. Es posible ser sacerdote o religioso y aferrar un carro nuevo, un trabajo satisfactorio o una amistad que afirme. También nosotros, sacerdotes y religiosos, al igual que los demás cristianos, somos desafiados a seguir de cerca a Jesús.


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