XVII DOMINGO ORDINARIO
(Génesis 18:20-32; Colosenses 2:12-14; Lucas 11:1-13)
En lugar de enfocarme en el evangelio de hoy, quisiera poner
de relieve a Abrahán. No solo es el protagonista de las primeras lecturas de
hoy y del domingo pasado, sino también una figura icónica en la Biblia. Recibió
la promesa de Dios de que sus descendientes serían una bendición para el mundo
entero. También se le considera el primer judío por su fe en Dios, junto con su
circuncisión. Además, su vida manifiesta varias cualidades que indican la
justicia. Vamos a examinar su vida para relacionarla con Jesucristo y con las
lecturas de la misa de hoy.
La historia de Abrahán se puede dividir en tres etapas. La
primera tiene que ver con Abram, el hombre ya mayor a quien Dios llama para
emprender una nueva vida en un país extranjero. La segunda etapa se distingue
por los grandes pactos que Dios hace con él y sus descendientes. Y la tercera
destaca el nacimiento de su hijo con su esposa Sara.
Abrahán nace como “Abram” en la ciudad de Ur de Mesopotamia.
Cuando tiene 75 años, Dios lo envía a la tierra de Canaán, adonde viaja con su
esposa Sarai y su sobrino Lot. Alcanza Egipto, donde el faraón lo reprende por
haber intentado entregar a su esposa para protegerse a sí mismo. Al regresar a
Canaán, Abram y Lot se separan, y Abram ofrece generosamente a su sobrino la
elección de la tierra. Con el tiempo, Abram rescata a Lot de los reyes que lo
secuestraron en la región de Sodoma y Gomorra, la tierra que Lot había
escogido. En estas batallas, Abram se muestra como un guerrero fuerte y un
hombre veraz. Cuando el rey Quedorlaomer le ofrece el botín, él lo rechaza,
porque ha prometido a Dios que solo busca recuperar a su sobrino, no las
posesiones de él. Entonces se encuentra con Melquisedec, quien ofrece un
sacrificio en nombre de Abram, y por ello el guerrero demuestra su sentido
religioso con un donativo generoso al sumo sacerdote.
En la segunda etapa, Abrahán tiene un hijo con la esclava de
Sarai. Cuando se queja a Dios de tener que dejar su fortuna a un esclavo, Dios
le promete que será su hijo con Sarai —aún no concebido— quien heredará, y que
sus descendientes serán tan numerosos como las estrellas del cielo. En este
pacto, Dios cambia el nombre de “Abram” a “Abrahán” y el de su esposa a “Sara”,
y lo compromete a que él y sus descendientes varones sean circuncidados. Un
día, Dios visita a Abrahán en forma de tres ángeles. Abrahán los invita a
almorzar con generosidad. Mientras comen, uno de los ángeles predice que Sara
dará a luz un hijo dentro de un año. Cuando los ángeles continúan su camino, le
dicen a Abrahán que van a destruir Sodoma y Gomorra por la gran maldad cometida
allí. Aquí entramos en la primera lectura de hoy, donde Abrahán intenta
persuadir a Dios de no destruir las ciudades por el bien de los justos que
podrían habitar en ellas.
La tercera etapa ve a Dios poniendo a prueba a Abrahán con
el mandato de sacrificar a Isaac, su tan esperado hijo. Abrahán, sin entender
el porqué, no vacila en prepararse para el sacrificio, hasta que un ángel lo
interrumpe. Por su entrega a la voluntad divina, Dios le promete una vez más
una descendencia numerosa y también la victoria sobre sus enemigos.
Se pueden notar ciertas correspondencias entre la historia
de Abrahán y el evangelio. En primer lugar, así como Abrahán se entrega a la
voluntad de Dios hasta el punto de estar dispuesto a sacrificar a su hijo,
Jesús se entrega plenamente al permitir que lo crucifiquen. Segundo, así como
Abrahán se justifica por la fe, también los cristianos son salvados por la fe
en Cristo crucificado y resucitado. Tercero, así como Abrahán dialoga
directamente con Dios para evitar la destrucción de las ciudades, Jesús enseña
a sus discípulos a acudir con confianza a Dios en sus necesidades. Cuarto,
Abrahán demuestra preocupación por el bien del prójimo, al igual que Cristo,
quien multiplica el pan y los peces, entre muchos otros gestos de compasión. Y
quinto, en Abrahán encontramos virtudes que resplandecen aún más plenamente en
Jesús: la fortaleza, la veracidad, la bondad y generosidad, la magnanimidad y
el respeto por lo sagrado.
A Abrahán se le llama el primer “patriarca”, es decir, el
“padre de la fe”. Sin duda lo es para nosotros los cristianos, tanto como para
los judíos e incluso para los musulmanes. Sin embargo, de ninguna manera es
igual a nuestro Padre celestial, de quien proviene todo nuestro ser. Ni es
cabeza de nuestra religión, la cual siempre será Jesucristo nuestro Señor.
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