XVIII DOMINGO ORDINARIO,
(Eclesiastés 1:2; 2:21-23; Colosenses 3:1-5, 9-11; Lucas 12:13-21)
La parábola del Evangelio de hoy es típica de las grandes
parábolas en el Evangelio de Lucas: descriptiva, iluminadora y, al mismo
tiempo, concisa. Comúnmente se presenta la parábola del rico insensato como una
advertencia contra la avaricia, es decir, el deseo desordenado de poseer
riquezas. Sin embargo, su crítica va mucho más allá de la simple acumulación de
dinero. En sus escasas 144 palabras, encontramos una evaluación sombría del
hedonismo, la ambición excesiva, el egoísmo y la idolatría del dinero. Examinemos
con lupa cada uno de estos vicios.
Jesús mismo asocia al rico de su parábola con la avaricia.
Tal vez el ejemplo más conocido de este vicio sea el del mítico rey Midas.
Recordamos cómo Midas amaba tanto el oro que, como recompensa por un favor
concedido por un dios, pidió tener el “toque de oro”. Al recibirlo, todo lo que
tocaba se convertía en oro... ¡incluso su hija amada! Es cierto que el oro o el
dinero tienen gran utilidad por su capacidad de intercambiarse por casi
cualquier bien material. Pero no todo se puede conseguir con dinero. Como dice
el Cantar de los Cantares: “Si alguien ofreciera toda su fortuna a cambio del
amor, tan solo obtendría desprecio” (Ct 8,7).
El rico quiere acumular dinero para tener una vida ociosa.
Dice a sí mismo: “’Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa,
come, bebe y date buena vida’”. No hay nada malo en descansar, disfrutar de una
buena comida o tomar una copa; muchas personas consideran esto como parte de
“la buena vida”. Sin embargo, cuando estos placeres se buscan como un fin en sí
mismos, revelan una vida desorientada. Por eso deberíamos preocuparnos cuando
nuestros seres queridos solo hablan de los cruceros que han hecho o que planean
hacer. El placer forma parte de la vida, pero la vida tiene fines más altos que
el simple disfrute. Un concepto mejor de “la buena vida” es “relaciones
significativas, crecimiento personal y participación en actividades que se
alineen con los propios valores” (del Internet).
También se puede considerar la ambición desmedida como vicio. Es lo que el autor de Eclesiastés critica en la
primera lectura. Si levantarse temprano para cumplir nuestros deberes fuera
pecado, muchos de nosotros estaríamos condenados. Pero él habla de la ambición
que no permite descansar ni por la familia, ni por la salud, y mucho menos por
Dios. El rico insensato se muestra indebidamente ambicioso cuando planea
construir graneros nuevos a la primera vista de su cosecha abundante.
Sobre todo, el agricultor demuestra el vicio del egoísmo.
Solo piensa en sí mismo. Incluso solo habla consigo mismo. No considera
compartir su abundancia con sus trabajadores, vecinos o con quienes sufren
necesidad. San Agustín describía el pecado original como “homo incurvatus in
se”, el hombre encorvado sobre sí mismo. Aquí tenemos un buen ejemplo del
hombre no redimido. El fruto de la tierra es un don de Dios para aliviar las
necesidades de todos. El agricultor debería haber considerado cómo tratar con su
cosecha de acuerdo a un concepto justo del bien común.
Conectado al egoísmo, encontramos el culto al dinero, lo que
a veces se llama “la idolatría práctica”, que infecta el corazón de muchos. En
lugar de dar gracias a Dios por sus bendiciones, solo piensan en aumentar su
riqueza. Es un pecado muy común. Se reporta que más o menos el mismo porcentaje
de americanos juega a la lotería que asiste a la iglesia al menos de una vez al
año.
Podríamos considerar el consejo de la segunda lectura como
remedio para estos pecados: “Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo”.
Desde arriba, recibimos la generosidad en lugar de la avaricia. Recordamos cómo
Jesús se fatigó predicando y sanando a los que lo buscaban. Desde arriba, vemos
a Jesús —“el Camino, la Verdad y la Vida”— como la verdaderamente “buena vida”.
Lo encontramos en los sacramentos y en la oración. Desde arriba, contemplamos
la humildad con la que el Hijo de Dios se hizo hombre para redimirnos.
Finalmente, desde arriba nos llega la virtud de la religión, que nos lleva a
agradecer a Dios por nuestra vida. Recordamos cómo Jesús se retiraba con
frecuencia para orar a solas con su Padre.
Recordemos también a San Pedro, cuando el paralítico le
pidió limosna en la entrada del templo. Pedro le dijo que no tenía ni plata ni
oro, pero que tenía algo mucho más valioso. Entonces lo sanó en el nombre de
Jesucristo. El Señor sigue siendo nuestro verdadero tesoro, más valioso que
cualquiera otra cosa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario