El domingo, 3 de agosto de 2025

 XVIII DOMINGO ORDINARIO,

(Eclesiastés 1:2; 2:21-23; Colosenses 3:1-5, 9-11; Lucas 12:13-21)

La parábola del Evangelio de hoy es típica de las grandes parábolas en el Evangelio de Lucas: descriptiva, iluminadora y, al mismo tiempo, concisa. Comúnmente se presenta la parábola del rico insensato como una advertencia contra la avaricia, es decir, el deseo desordenado de poseer riquezas. Sin embargo, su crítica va mucho más allá de la simple acumulación de dinero. En sus escasas 144 palabras, encontramos una evaluación sombría del hedonismo, la ambición excesiva, el egoísmo y la idolatría del dinero. Examinemos con lupa cada uno de estos vicios.

Jesús mismo asocia al rico de su parábola con la avaricia. Tal vez el ejemplo más conocido de este vicio sea el del mítico rey Midas. Recordamos cómo Midas amaba tanto el oro que, como recompensa por un favor concedido por un dios, pidió tener el “toque de oro”. Al recibirlo, todo lo que tocaba se convertía en oro... ¡incluso su hija amada! Es cierto que el oro o el dinero tienen gran utilidad por su capacidad de intercambiarse por casi cualquier bien material. Pero no todo se puede conseguir con dinero. Como dice el Cantar de los Cantares: “Si alguien ofreciera toda su fortuna a cambio del amor, tan solo obtendría desprecio” (Ct 8,7).

El rico quiere acumular dinero para tener una vida ociosa. Dice a sí mismo: “’Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida’”. No hay nada malo en descansar, disfrutar de una buena comida o tomar una copa; muchas personas consideran esto como parte de “la buena vida”. Sin embargo, cuando estos placeres se buscan como un fin en sí mismos, revelan una vida desorientada. Por eso deberíamos preocuparnos cuando nuestros seres queridos solo hablan de los cruceros que han hecho o que planean hacer. El placer forma parte de la vida, pero la vida tiene fines más altos que el simple disfrute. Un concepto mejor de “la buena vida” es “relaciones significativas, crecimiento personal y participación en actividades que se alineen con los propios valores” (del Internet).

También se puede considerar la ambición desmedida como vicio.  Es lo que el autor de Eclesiastés critica en la primera lectura. Si levantarse temprano para cumplir nuestros deberes fuera pecado, muchos de nosotros estaríamos condenados. Pero él habla de la ambición que no permite descansar ni por la familia, ni por la salud, y mucho menos por Dios. El rico insensato se muestra indebidamente ambicioso cuando planea construir graneros nuevos a la primera vista de su cosecha abundante.

Sobre todo, el agricultor demuestra el vicio del egoísmo. Solo piensa en sí mismo. Incluso solo habla consigo mismo. No considera compartir su abundancia con sus trabajadores, vecinos o con quienes sufren necesidad. San Agustín describía el pecado original como “homo incurvatus in se”, el hombre encorvado sobre sí mismo. Aquí tenemos un buen ejemplo del hombre no redimido. El fruto de la tierra es un don de Dios para aliviar las necesidades de todos. El agricultor debería haber considerado cómo tratar con su cosecha de acuerdo a un concepto justo del bien común.

Conectado al egoísmo, encontramos el culto al dinero, lo que a veces se llama “la idolatría práctica”, que infecta el corazón de muchos. En lugar de dar gracias a Dios por sus bendiciones, solo piensan en aumentar su riqueza. Es un pecado muy común. Se reporta que más o menos el mismo porcentaje de americanos juega a la lotería que asiste a la iglesia al menos de una vez al año.

Podríamos considerar el consejo de la segunda lectura como remedio para estos pecados: “Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo”. Desde arriba, recibimos la generosidad en lugar de la avaricia. Recordamos cómo Jesús se fatigó predicando y sanando a los que lo buscaban. Desde arriba, vemos a Jesús —“el Camino, la Verdad y la Vida”— como la verdaderamente “buena vida”. Lo encontramos en los sacramentos y en la oración. Desde arriba, contemplamos la humildad con la que el Hijo de Dios se hizo hombre para redimirnos. Finalmente, desde arriba nos llega la virtud de la religión, que nos lleva a agradecer a Dios por nuestra vida. Recordamos cómo Jesús se retiraba con frecuencia para orar a solas con su Padre.

Recordemos también a San Pedro, cuando el paralítico le pidió limosna en la entrada del templo. Pedro le dijo que no tenía ni plata ni oro, pero que tenía algo mucho más valioso. Entonces lo sanó en el nombre de Jesucristo. El Señor sigue siendo nuestro verdadero tesoro, más valioso que cualquiera otra cosa.

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