VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO ORDINARIO
(Amós 8:4-7; 1 Timoteo 2:1-8; Lucas 16:1-13)
Ningún evangelio muestra a Jesús tan preocupado por el
dinero como el de san Lucas. Hace algunas semanas escuchamos la parábola del
rico insensato, en la que Jesús advertía sobre la avaricia. Hoy, el Señor
enseña a sus discípulos cómo usar correctamente el dinero. Y dentro de ocho
días, en el mismo evangelio, veremos cómo reprende a los fariseos por su
indiferencia hacia los pobres. Vale la pena, entonces, prestar mucha atención a
sus palabras. Porque si “el amor al dinero es la raíz de todos los males”, como
dice la Primera Carta a Timoteo, su influencia dañina no ha hecho más que
crecer con el paso del tiempo.
Las personas tropiezan con el dinero cuando lo consideran el
bien supremo. No es difícil entender por qué: con dinero se pueden alcanzar los
grandes deseos del corazón no convertido —poder, placer y prestigio. La primera
lectura lo ilustra bien. El profeta Amós denuncia a los ricos de su tiempo que
“obligaban a los pobres a venderse por un par de sandalias”.
Estos valores idólatras de poder, placer y prestigio
fácilmente nos apartan del agradecimiento, la alabanza y el amor que solo
debemos a Dios. Hoy la acumulación de dinero se ha sumado a ese panteón de
falsos ídolos. Basta ver los titulares recientes: el multimillonario Elon Musk
recibió salario y acciones que podrían elevar su fortuna personal a un trillón
(un millón de millones) de dólares. Es inimaginable qué podría hacer con
semejante riqueza. Y no solo capta la atención de los lectores, sino que
también atrae sus corazones.
Solo Dios es el bien supremo. Él nos creó y nos rescató del
orgullo que nos hacía vernos como sus rivales. Nos envió a Cristo, su Hijo, que
se humilló haciéndose hombre y muriendo en la cruz. Con ello nos libró del
poder del maligno, para que podamos tener, como dice la lectura de hoy de la
Carta a Timoteo, “una vida tranquila y en paz, entregada a Dios”.
En el evangelio, Jesús propone la parábola del administrador
malo para ilustrar qué debemos hacer con el dinero. Es una parábola curiosa,
porque parece que el amo alaba un mal acto, pero no es así. Lo que hace es
reconocer la astucia del administrador, sin aprobar su deshonestidad. Es
parecido a cuando decimos que hay que “darle al diablo lo que se merece”: no
queremos presentarlo como modelo, sino simplemente reconocer su astucia. Así
también el administrador es hábil en prepararse para el futuro, aunque lo haya
hecho de manera injusta.
Jesús nos invita a sus discípulos a preparar nuestro futuro
eterno usando bien el dinero. Cumplimos con este propósito cuando destinamos
parte de nuestros recursos al servicio de los pobres. San Vicente de Paúl, cuya
fiesta celebramos este sábado, enseñaba cómo la generosidad hacia los
necesitados influye en nuestro destino eterno. En una conferencia a las Hijas
de la Caridad les dijo: “Dios ama a los pobres y, por lo mismo, ama también
a los que aman a los pobres; porque, cuando alguien tiene un afecto especial
hacia una persona, extiende ese afecto a quienes muestran amistad o servicio
hacia esa persona”.
Los pobres que confían en su bondad son verdaderamente
amigos de Dios. En cambio, muchas veces es el dinero lo que nos impide vivir
con esa misma confianza. Nos decimos que pagamos a los médicos para curar
nuestras enfermedades, o que compramos seguros que nos alivian de riesgos. Pero
si confiamos solo en eso, nos estamos engañando. Al final, es Dios quien nos
libra de las dificultades y quien nos salva de la perdición.
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