El domingo, 5 de octubre de 2025

 

EL VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO
(Habacuc 1:2-3; 2:2-4; II Timoteo 1:6-8.13-14; Lucas 17:5-10)

Las tres lecturas de hoy llaman nuestra atención. En el evangelio, los apóstoles piden a Jesús: “Auméntanos la fe”. Esta súplica ha resonado a través de los siglos. Gentes de todas las épocas han sentido que sus pies resbalándose en el seguimiento del Señor Jesús. El ambiente del mundo ha sido muchas veces un desierto que no nutre la fe viva. No importa la época, siempre ha sido difícil poner la confianza en los sacramentos y las enseñanzas de la Iglesia como el camino a la salvación. En la Edad Media, las grandes plagas que mataban en diferentes partes a la mitad de la población hicieron de la tierra un “valle de lágrimas”. En el tiempo de la Revolución Industrial, multitudes vivían en condiciones infrahumanas que fomentaban el odio y la rebelión. En el siglo pasado, la televisión creó un nuevo desierto de distracciones que alejaba la atención de Cristo, tanto en la oración como en el servicio.

La era del Internet tampoco ha liberado a la humanidad de la sensación de estar perdida. Ahora las computadores y celulares han tomado el control de la vida de muchos. Los jóvenes, en particular, están golpeados por la facilidad de acceder a la pornografía, que corrompe no solo las relaciones sanas, sino también las mentes. Las pantallas han llevado a muchísimos a un mundo virtual, no real, con relaciones superficiales y experiencias casi vacías de significado. Incluso muchos católicos se han conformado con “la misa en la tele”. Les atrae porque no requiere el esfuerzo de vestirse, viajar o encontrarse con personas incómodas. Pero siguiendo ese modo de rezar, se pierde la oportunidad de recibir al Señor en la Santa Comunión y de unirse significativamente con la comunidad.

Una caricatura estrenada el Día de Acción de Gracias del año pasado resume bien el predicamento de la fractura social que vivimos hoy. En el primer marco, una familia de hace treinta años se reúne alrededor de la mesa festiva; todos conversan entre sí con sonrisas en sus rostros. En el segundo, la misma familia se sienta hoy en la sala, pero todos miran sus teléfonos con caras aburridas.

Nos preguntamos cómo podemos sacar a nuestros familiares de este desierto digital. Somos semejantes al profeta Habacuc en la primera lectura, cuando clama al Señor: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches?” También nosotros sentimos la necesidad de pedir más fe, como los apóstoles, para creer que nuestra condición puede salvarse. Pero el Señor nos responde, igual que a ellos, que ya tenemos suficiente fe: solo hace falta ponerla en acción.

Esa es también la respuesta que Pablo da a su joven discípulo Timoteo en la segunda lectura. El joven enfrenta una dificultad como obispo de la comunidad cristiana en Éfeso. El apóstol le dice que reavive el don del Espíritu que recibió cuando él le impuso las manos. No se sabe con certeza cuál era el problema, pero seguramente tenía que ver con las falsas doctrinas que circulaban en ese tiempo, como la idea de que Jesucristo no fue verdaderamente humano.  Sea como fuere, Pablo urge a Timoteo a esforzarse en hacer fructificar los dones que le ha otorgado el Espíritu Santo.

Así como Pablo impuso sus manos sobre Timoteo en el sacramento del Orden, también el obispo o su delegado ha impuesto sus manos sobre nosotros en la Confirmación. Ese sacramento nos selló con el Espíritu Santo para servir al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Sus múltiples dones nos capacitan para resistir la obsesión con los dispositivos que afecta a nuestra sociedad. Nos vigorizan con la fortaleza para no rendirnos; nos equilibran con la moderación para no alejarnos de los jóvenes en la misión; y, sobre todo, nos orientan con el amor para asegurar que nuestros esfuerzos sean siempre para la gloria de Dios y el bien de los demás.


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