El domingo, 26 de octubre de 2025

 

XXX DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico 35:12-14, 16-18; II Timoteo 4:6-8, 16-18; Lucas 18:9-14)

Las parábolas del Evangelio según san Lucas son como las baladas en la radio: a menudo  transmiten la sabiduría de una manera atractiva. En el evangelio de hoy, Jesús nos ofrece otra parábola fascinante. Esta vez nos enseña cómo orar mediante la historia del fariseo y el publicano que rezan en el Templo. Ambos vivieron en circunstancias distintas a las nuestras. Sin embargo, al vernos reflejados en los dos, podemos aprovechar abundantemente la lección.

Aunque los fariseos parecen villanos en los cuatro evangelios, ellos salvaron al judaísmo de la extinción. Después del derrumbe del Templo, los fariseos reorganizaron la religión en torno a la Ley de Moisés. Para asegurar su cumplimiento, desarrollaron costumbres conocidas como la ley oral. Jesús se opuso a esta nueva ley por estar demasiado preocupada con los detalles. Dijo que, al procurar cumplirla, los fariseos a menudo se olvidaban de la primacía de la compasión. Los acusó de agobiar a los pobres con prácticas innecesarias.

Jesús tuvo algunos fariseos como amigos, pero, en general, los consideró arrogantes y despiadados. Por eso, pone a un fariseo como ejemplo de la manera incorrecta de orar en el evangelio de hoy. Lo caracteriza con los vicios que afectan a muchos reformadores: pensar en sí mismo como mejor que los demás; tener prejuicios contra otros tipos de personas; carecer de humildad ante Dios; y preocuparse por dejar una buena impresión.

Aunque no nos gustan las actitudes de los fariseos, no es raro que nos comportemos de manera semejante. Por supuesto, como ellos, practicamos regularmente nuestra religión —y eso no es malo—. Sin embargo, también como ellos solemos justificar nuestras faltas. Además, estamos inclinados a considerarnos mejores que la mayoría de la gente, y casi tan buenos como los verdaderamente santos. Somos lentos para reconocer nuestras propias faltas, pero rápidos para notar las de los demás. Queremos que se nos reconozca como inteligentes, atractivos, trabajadores y generosos, aunque no siempre lo seamos. Por eso, no nos abstenemos de fingir esas cualidades.

Los publicanos recaudaban impuestos en nombre del Imperio romano. En su mayoría eran romanos, pero se permitía que algunos judíos ocuparan ese oficio. Por colaborar con los opresores, los publicanos judíos provocaban el resentimiento del pueblo. Su trabajo les daba la oportunidad de extorsionar a la gente, lo que generaba aún más rencor.

Jesús pasó bastante tiempo con los publicanos en su esfuerzo por proclamar la misericordia de Dios. Es posible que los encontrara más dispuestos a arrepentirse que a otros. Al menos, Zaqueo —el jefe de los publicanos— demostró buena voluntad de arrepentirse cuando se encontró con Jesús en el evangelio que habríamos leído el próximo domingo si no fuera por el Día de Todos los Fieles Difuntos.

Como los publicanos, nosotros también estamos inclinados a la avaricia. Incluso es posible que participemos en pequeños engaños para ganar más dinero. Sin embargo, también como el publicano de la parábola, golpeamos nuestro pecho durante la misa y pedimos perdón al Señor en el Sacramento de la Reconciliación.

Pero pedir perdón no basta para ser justificado. Los pecadores deben reformar sus vidas. En el caso del publicano de esta parábola, se da por sentado que hizo los cambios requeridos. En la historia de Zaqueo, el jefe de los publicanos promete dar la mitad de sus bienes a los pobres antes de que Jesús lo declare salvado.

En un domingo este pasado verano, aprendimos de Jesús que debemos servir a los demás como el Buen Samaritano. Luego, el domingo siguiente, nos enseñó que es mejor escucharlo como María que servirlo como Marta. Jesús no se contradijo, sino que nos invitó a discernir bien los momentos para escucharlo y los momentos para servirlo. De modo semejante, los evangelios del domingo pasado y del de hoy están coordinados. Recordamos cómo nos instruyó el domingo pasado a orar persistentemente con la parábola de la viuda y el juez corrupto. Hoy nos explica que la oración constante no basta si no está acompañada por la humildad ante Dios.

Aunque somos arrogantes como el fariseo y avariciosos como el publicano, no estamos perdidos. Por la humildad del arrepentimiento y la oración del corazón contrito, Jesucristo nos justificará. Sin arrepentimiento, la oración es presunción; con arrepentimiento, la oración nos gana la salvación.

El domingo, 19 de octubre de 2025

 

XXIX DOMINGO ORDINARIO
(Éxodo 17:8-13; II Timoteo 3:14–4:2; Lucas 18:1-8)

Reflexionando en las lecturas de hoy, deberíamos llegar a una espiritualidad más rica y profunda. Nos invitan a cambiar nuestra manera de pensar acerca de Dios y, más importante aún, de relacionarnos con Él. Antes de examinar las lecturas, conviene eliminar una idea equivocada sobre Dios.

Jesús mismo nos enseñó a pensar en Dios como nuestro “Padre del cielo”. Pero este Padre no necesita de nuestro agradecimiento ni de nuestro amor como lo necesitan nuestros padres terrenales. Como ser espiritual, Dios no tiene emociones humanas. Su amor no es del tipo que busque afecto, porque es completo en sí mismo. Nos permite y nos exhorta a amarlo, no por su beneficio, sino por el nuestro. Cuando lo amamos hasta el punto de no ofenderlo, crecemos como seres humanos, con la felicidad perfecta como nuestro destino final.

En el libro del Éxodo, cuando Dios le reveló a Moisés su nombre, nos mostró lo que Él es en sí mismo. Dijo: “Soy el que soy”. Estas palabras pueden parecernos misteriosas, pero indican que Dios ha existido desde siempre y que siempre existirá. Él es la fuente de toda existencia, el que creó todo lo que existe a partir de su propio ser. Cuando se hizo hombre en Jesucristo, nos mostró sin lugar a duda que no solo es el Creador de todos los seres humanos, sino también su protector amoroso. Además, dio la tierra a los hombres y mujeres para ayudarles a conocerlo y amarlo.

Veamos ahora la primera lectura, también del libro del Éxodo. Los israelitas están siendo atacados por los amalecitas. Es una agresión injusta, ya que los israelitas no hicieron nada para provocar la guerra. Moisés no tarda en pedir la ayuda del Señor para derrotar al enemigo. La recibe mientras mantiene los brazos levantados en actitud de oración. Pero cuando los baja, los amalecitas comienzan a prevalecer. No es que Dios sea caprichoso al insistir en que le recemos para obtener su ayuda. Más bien, desea que lo busquemos constantemente, para que permanezcamos siempre fieles a Él. Así como los amalecitas están destinados a perecer por su injusticia, los israelitas permanecerán en existencia por su cercanía al Señor.

La parábola de Jesús en el evangelio parece tan provocativa como la que escuchamos hace unas semanas. Recordamos cómo Jesús alabó al administrador injusto por su astucia al pensar en el futuro. En la parábola de hoy, Jesús compara a un juez injusto con Dios. Por supuesto, no pretende decir que Dios sea injusto. Más bien, quiere enseñarnos que debemos comportarnos como la viuda, que no cesa de pedir justicia al juez. Es decir, debemos orar a Dios sin descanso para obtener nuestras necesidades. Una vez más, las Escrituras nos muestran que hacemos bien cuando no nos alejamos del Señor, sino cuando nos entregamos a Él.

Ciertamente san Pablo estaría de acuerdo con la necesidad de ser persistentes en la oración. En la segunda lectura, de la Segunda Carta a Timoteo, el apóstol exhorta a su discípulo a mantenerse firme en lo que ha aprendido y creído. Además, confirma el valor de la Sagrada Escritura como fuente de vida justa.

No debemos terminar esta reflexión sin comentar la pregunta enigmática de Jesús al final del evangelio: “’… cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?’”. Con el alejamiento de tantos de la comunidad de fe, la pregunta resulta particularmente contundente. ¿Serán fieles los hombres cuando regrese Jesús, o se habrán perdido por olvidar a su proveedor? Las lecturas de hoy claramente nos invitan a orar constantemente para que Jesús encuentre fe cuando vuelva. Pero esto no exige solo esfuerzo de nuestra parte. Más aún, nos asegura que Dios, en su amor, siempre nos estará buscando. Como el padre del hijo pródigo, que mira el horizonte cada día esperando una señal del extraviado, Dios nos llama continuamente a volver a Él.

El do, 12 de octubre de 2025mingo

 

XXVIII DOMINGO ORDINARIO
(II Reyes 5:14-17; II Timoteo 2:8-13; Lucas 17:11-19)

Muchos estadounidenses reconocen el evangelio de hoy porque se lee en la misa del Día de Acción de Gracias. Muestra el deseo natural del corazón de dar gracias a quienes nos han hecho el bien. También indica la expectativa de Dios de que su pueblo le exprese gratitud. Examinemos, entonces, la gratitud que nos facilita el agradecimiento hacia nuestros bienhechores. Luego veremos en las lecturas algunos ejemplos de esta virtud.

La gratitud es tanto una emoción como una virtud. La sentimos especialmente cuando alguien nos ayuda por buena voluntad y no por obligación. Todos tenemos nuestra propia historia de haber sido asistidos por otra persona que ni siquiera nos conocía. Un hombre contaba que se encontraba en una ciudad lejos de su casa cuando su carro se descompuso la noche anterior al Día de Acción de Gracias. Por casualidad, conoció a un mecánico afroamericano. El mecánico abrió su taller a la mañana siguiente para reparar el carro del extranjero y solo le cobró el costo de las piezas.

Al igual que el amor, la gratitud es también una virtud. Es una manera de vivir formada por nuestra elección de ser agradecidos y por la práctica constante. Se considera el fundamento de la vida moral porque reconoce un mundo de gracia. En un acto de fe intuimos que Dios nos ha regalado la vida y todo lo que tenemos. Cuando decidimos responder a nuestro proveedor con palabras y acciones de agradecimiento, comenzamos a practicar la gratitud. Repitiendo esta respuesta positiva cada vez que se nos hace un bien, desarrollamos la virtud. Así nos convertimos en personas amables, bondadosas y amorosas.

Es posible, sin embargo, rechazar la bondad de los demás. Hay personas que piensan que todo lo que tienen lo han conseguido únicamente por su propio esfuerzo. Según ellos, si alguna vez han recibido algo de otras personas, fue porque éstas estaban obligadas a dárselo. En un episodio de Los Simpson, a Bart le toca dar la bendición antes de la comida. El muchacho dice algo como: “Oh Dios, gracias por nada; nosotros pagamos por todo lo que está en la mesa”. Podemos reírnos, porque nos damos cuenta de lo absurdas que son sus palabras.

El agradecimiento no siempre surge naturalmente. Algunos sufren tanto en la vida que su dolor oscurece la gratitud. ¿Cómo pueden aceptar a Dios como bondadoso los enfermos de Huntington, una enfermedad que ataca el cerebro y deja a la víctima completamente incapacitada en poco tiempo? ¿Y cómo pueden decir “gracias” a Dios los familiares de una niña asesinada en un acto aleatorio de violencia? Particularmente para ellos, la gratitud es una decisión consciente que reconoce la afirmación de San Pablo en la Carta a los Romanos: “Sabemos, además, que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman”.

La memoria también alimenta la gratitud. A veces, después de años, recordamos la bondad con que otras personas nos trataron. Nos duele que ya no estén presentes para poder agradecerles.

Con este preámbulo, examinemos las lecturas de la misa de hoy. En la primera, el general sirio reconoce que el Señor Dios lo ha curado de la lepra. También es instructivo que el profeta rehúse la oferta del general: evidentemente, Eliseo quiere dejar claro que Dios no actúa por una recompensa ni por obligación. En la segunda lectura, es el recuerdo de la muerte y resurrección de Cristo lo que mueve a San Pablo a responder con gratitud. A pesar de que sufre “hasta llevar cadenas”, puede dar gracias a Dios por conocer a Timoteo en Cristo. Finalmente, en el evangelio, el leproso samaritano regresa a Jesús para mostrarle su agradecimiento tan pronto como se da cuenta de que ha sido curado. Jesús espera que todos los curados actúen con la misma gratitud. No necesita su agradecimiento, pero éste indicaría que se han transformado en personas virtuosas. Entonces podría decirles, como le dice al samaritano: “Tu fe te ha salvado”.

Aun el mundo reconoce el valor del agradecimiento. Los canadienses celebran el Día de Acción de Gracias mañana, y los estadounidenses el próximo mes. Nosotros, los católicos, damos gracias a Dios cada vez que celebramos la Eucaristía. Que procuremos transformarnos, con la ayuda de la gracia, en personas profundamente agradecidas, capaces de reconocer cada acto de bondad que recibimos.

 

El domingo, 5 de octubre de 2025

 

EL VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO
(Habacuc 1:2-3; 2:2-4; II Timoteo 1:6-8.13-14; Lucas 17:5-10)

Las tres lecturas de hoy llaman nuestra atención. En el evangelio, los apóstoles piden a Jesús: “Auméntanos la fe”. Esta súplica ha resonado a través de los siglos. Gentes de todas las épocas han sentido que sus pies resbalándose en el seguimiento del Señor Jesús. El ambiente del mundo ha sido muchas veces un desierto que no nutre la fe viva. No importa la época, siempre ha sido difícil poner la confianza en los sacramentos y las enseñanzas de la Iglesia como el camino a la salvación. En la Edad Media, las grandes plagas que mataban en diferentes partes a la mitad de la población hicieron de la tierra un “valle de lágrimas”. En el tiempo de la Revolución Industrial, multitudes vivían en condiciones infrahumanas que fomentaban el odio y la rebelión. En el siglo pasado, la televisión creó un nuevo desierto de distracciones que alejaba la atención de Cristo, tanto en la oración como en el servicio.

La era del Internet tampoco ha liberado a la humanidad de la sensación de estar perdida. Ahora las computadores y celulares han tomado el control de la vida de muchos. Los jóvenes, en particular, están golpeados por la facilidad de acceder a la pornografía, que corrompe no solo las relaciones sanas, sino también las mentes. Las pantallas han llevado a muchísimos a un mundo virtual, no real, con relaciones superficiales y experiencias casi vacías de significado. Incluso muchos católicos se han conformado con “la misa en la tele”. Les atrae porque no requiere el esfuerzo de vestirse, viajar o encontrarse con personas incómodas. Pero siguiendo ese modo de rezar, se pierde la oportunidad de recibir al Señor en la Santa Comunión y de unirse significativamente con la comunidad.

Una caricatura estrenada el Día de Acción de Gracias del año pasado resume bien el predicamento de la fractura social que vivimos hoy. En el primer marco, una familia de hace treinta años se reúne alrededor de la mesa festiva; todos conversan entre sí con sonrisas en sus rostros. En el segundo, la misma familia se sienta hoy en la sala, pero todos miran sus teléfonos con caras aburridas.

Nos preguntamos cómo podemos sacar a nuestros familiares de este desierto digital. Somos semejantes al profeta Habacuc en la primera lectura, cuando clama al Señor: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches?” También nosotros sentimos la necesidad de pedir más fe, como los apóstoles, para creer que nuestra condición puede salvarse. Pero el Señor nos responde, igual que a ellos, que ya tenemos suficiente fe: solo hace falta ponerla en acción.

Esa es también la respuesta que Pablo da a su joven discípulo Timoteo en la segunda lectura. El joven enfrenta una dificultad como obispo de la comunidad cristiana en Éfeso. El apóstol le dice que reavive el don del Espíritu que recibió cuando él le impuso las manos. No se sabe con certeza cuál era el problema, pero seguramente tenía que ver con las falsas doctrinas que circulaban en ese tiempo, como la idea de que Jesucristo no fue verdaderamente humano.  Sea como fuere, Pablo urge a Timoteo a esforzarse en hacer fructificar los dones que le ha otorgado el Espíritu Santo.

Así como Pablo impuso sus manos sobre Timoteo en el sacramento del Orden, también el obispo o su delegado ha impuesto sus manos sobre nosotros en la Confirmación. Ese sacramento nos selló con el Espíritu Santo para servir al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Sus múltiples dones nos capacitan para resistir la obsesión con los dispositivos que afecta a nuestra sociedad. Nos vigorizan con la fortaleza para no rendirnos; nos equilibran con la moderación para no alejarnos de los jóvenes en la misión; y, sobre todo, nos orientan con el amor para asegurar que nuestros esfuerzos sean siempre para la gloria de Dios y el bien de los demás.


El domingo, 28 de septiembre de 2025

 

EL VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO ORDINARIO
(Amós 6:1.4-7; I Timoteo 6:11-16; Lucas 16:19-31)

La parábola que acabamos de escuchar es muy conocida, pero no siempre bien comprendida. No es que el rico sea castigado por ser adinerado, ni que Lázaro, el mendigo, sea premiado por ser pobre. Más bien, Lázaro, como algunos pobres tanto en tiempos bíblicos como en la actualidad, presumiblemente mantiene una fe en Dios, pidiendo su misericordia y ayudando a los demás.  Es su fidelidad que le hace beneficiario de la gloria de Dios.

Un viajero experimentó recientemente la bondad de los pobres cuando intentó cruzar una carretera inundada. Su carro se llenó de agua y se detuvo. El hombre quiso empujar el carro al lugar seguro, pero no podía hacerlo solo.  Un grupo de muchachos llegó al rescate. Entraron al agua y movieron el carro hasta un terreno más alto. Cuando el hombre quiso darles algunos dólares por sus esfuerzos, los jóvenes rechazaron el pago. No se sabe si los muchachos asistieron a misa, posiblemente no por razones sociales. Sin embargo, es posible que Dios los perdone por su bondad hacia los extranjeros.

Tampoco es inaudito que un rico ayude a los demás. Hace dos años murió un billonario después de repartir casi toda su fortuna por el bien de los demás. Hay muchos ricos que han prometido donar la mayor porción de sus riquezas por el bien del pueblo, aunque de ninguna manera son la mayoría. La ofensa del rico de la parábola no es tener riqueza, sino su indiferencia hacia el inválido mendigando en su puerta. Lo pasa por alto todos los días sin ofrecerle ni un trozo de pan, mucho menos dinero para comprar el almuerzo.

Otro aspecto llamativo de la parábola es la petición del rico, ya sufriendo tormento en el lugar de castigo. Le pide a Abrahán, figura que representa a Dios, que envíe a Lázaro a sus hermanos para advertirles que no sean tan descuidados de los pobres como lo fue él. Se le puede reconocer al hombre que piense en otras personas y no en su propia desgracia. Pero ya es demasiado tarde. Debió haber pensado en los demás mientras vivía. Además, solo piensa en sus hermanos y no en personas ajenas.

El rico cree que sus hermanos se arrepientan si se les apareciera un muerto. Pero Jesús dice que difícilmente cambiarían sus modos, aun si vieran a alguien resucitado de entre los muertos. Tiene razón por tres motivos. Primero, ya se les han dado las Escrituras con este mismo mensaje, pero sin resultado positivo. Segundo, los judíos en general rechazaron la predicación de los testigos apostólicos a la resurrección de Jesús. No es probable que los hermanos del rico, que evidentemente son judíos, aceptarían la validez de su propia vista de una persona resucitada de entre los muertos. Finalmente, la persona natural no se satisface con una señal o dos, ni siquiera con una docena, para creer en lo sobrenatural. Siempre pedirá otra. Lo que se necesita para aceptar la revelación de Dios no son pruebas ni argumentos, sino la fe.

La Carta a los Hebreos describe la fe como “la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven” (Hebreos 11). Estas realidades incluyen no solo que Dios creó a los hombres y mujeres, sino también que va a juzgarlos. Creemos que, al final, Dios señalará a cada uno de nosotros hacia la vida eterna o, como dice el evangelio, hacia el “lugar de tormento”. Los criterios para este juicio serán las normas de la justicia establecidas en la naturaleza y en las Escrituras, particularmente aquellas reveladas por Jesucristo. Si vamos a realizar nuestro destino cristiano, tenemos que dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, y visitar a los enfermos y encarcelados. Si no rendimos estos servicios en la vida, el Señor nos promete que vamos a ser desilusionados en la muerte.


El domingo, 21 de septiembre de 2025

 

VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO ORDINARIO 
(Amós 8:4-7; 1 Timoteo 2:1-8; Lucas 16:1-13)

Ningún evangelio muestra a Jesús tan preocupado por el dinero como el de san Lucas. Hace algunas semanas escuchamos la parábola del rico insensato, en la que Jesús advertía sobre la avaricia. Hoy, el Señor enseña a sus discípulos cómo usar correctamente el dinero. Y dentro de ocho días, en el mismo evangelio, veremos cómo reprende a los fariseos por su indiferencia hacia los pobres. Vale la pena, entonces, prestar mucha atención a sus palabras. Porque si “el amor al dinero es la raíz de todos los males”, como dice la Primera Carta a Timoteo, su influencia dañina no ha hecho más que crecer con el paso del tiempo.

Las personas tropiezan con el dinero cuando lo consideran el bien supremo. No es difícil entender por qué: con dinero se pueden alcanzar los grandes deseos del corazón no convertido —poder, placer y prestigio. La primera lectura lo ilustra bien. El profeta Amós denuncia a los ricos de su tiempo que “obligaban a los pobres a venderse por un par de sandalias”.

Estos valores idólatras de poder, placer y prestigio fácilmente nos apartan del agradecimiento, la alabanza y el amor que solo debemos a Dios. Hoy la acumulación de dinero se ha sumado a ese panteón de falsos ídolos. Basta ver los titulares recientes: el multimillonario Elon Musk recibió salario y acciones que podrían elevar su fortuna personal a un trillón (un millón de millones) de dólares. Es inimaginable qué podría hacer con semejante riqueza. Y no solo capta la atención de los lectores, sino que también atrae sus corazones.

Solo Dios es el bien supremo. Él nos creó y nos rescató del orgullo que nos hacía vernos como sus rivales. Nos envió a Cristo, su Hijo, que se humilló haciéndose hombre y muriendo en la cruz. Con ello nos libró del poder del maligno, para que podamos tener, como dice la lectura de hoy de la Carta a Timoteo, “una vida tranquila y en paz, entregada a Dios”.

En el evangelio, Jesús propone la parábola del administrador malo para ilustrar qué debemos hacer con el dinero. Es una parábola curiosa, porque parece que el amo alaba un mal acto, pero no es así. Lo que hace es reconocer la astucia del administrador, sin aprobar su deshonestidad. Es parecido a cuando decimos que hay que “darle al diablo lo que se merece”: no queremos presentarlo como modelo, sino simplemente reconocer su astucia. Así también el administrador es hábil en prepararse para el futuro, aunque lo haya hecho de manera injusta.

Jesús nos invita a sus discípulos a preparar nuestro futuro eterno usando bien el dinero. Cumplimos con este propósito cuando destinamos parte de nuestros recursos al servicio de los pobres. San Vicente de Paúl, cuya fiesta celebramos este sábado, enseñaba cómo la generosidad hacia los necesitados influye en nuestro destino eterno. En una conferencia a las Hijas de la Caridad les dijo: “Dios ama a los pobres y, por lo mismo, ama también a los que aman a los pobres; porque, cuando alguien tiene un afecto especial hacia una persona, extiende ese afecto a quienes muestran amistad o servicio hacia esa persona”.

Los pobres que confían en su bondad son verdaderamente amigos de Dios. En cambio, muchas veces es el dinero lo que nos impide vivir con esa misma confianza. Nos decimos que pagamos a los médicos para curar nuestras enfermedades, o que compramos seguros que nos alivian de riesgos. Pero si confiamos solo en eso, nos estamos engañando. Al final, es Dios quien nos libra de las dificultades y quien nos salva de la perdición.


El domingo, 14 de septiembre de 2025

 

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

(Números 21:4-9; Filipenses 2:6-11; Juan 3:13-17)

Hay leyenda encantadora sobre el descubrimiento de la cruz de Cristo por Santa Helena, la madre del emperador Constantino.  Desafortunadamente no hay datos históricos comprobando la leyenda.  Sin embargo, realmente no importa porque hoy no honramos tanto la cruz como al crucificado.  Hoy celebramos como el Hijo de Dios se humilló dos veces, como dice la segunda lectura, por nuestra salvación.  Lo hizo primero cuando tomó la carne mortal y segundo cuando sufrió la muerte horrible de la crucifixión. 

Es notable que en nuestra celebración no nos referimos a los testimonios de la crucifixión en los cuatro evangelios.  Más bien, leemos un corto pasaje hacia el principio del Evangelio según San Juan y un episodio oscuro en el Libro de Números.  Particularmente el evangelio indica el significado de este evento monumental de la historia.

En el evangelio Jesús está en diálogo con Nicodemo, un fariseo y líder judío.  Él representa el judaísmo farisaico que quedó después de la destrucción del Templo en el año setenta.  Por supuesto, Jesús habla por los cristianos que eran perseguidos a este tiempo.  Este diálogo o, mejor, debate muestra como el cristianismo tiene raíz en el judaísmo, aunque ha emergido como superior de la antigua fe.

Jesús se refiera al pasaje del Números donde los israelitas andan por el desierto cansados y angustiados.  En lugar de ser agradecidos de Dios por haberlos rescatado de la esclavitud, se le quejan de sus dificultades: los cuarenta años en que han viajado mientras Dios los formó como su pueblo santo y la provisión del maná, la “miserable comida” en la lectura, que los ha sostenido.  Para corregir la indignación Dios les manda serpientes venosas que matan a quienes muerden.  Cuando el pueblo se arrepiente de su ingratitud, Dios les envía alivio.  Por su amor a su pueblo, manda a Moisés que haga serpiente de bronce y la levante en un palo.  Entonces los mordidos que lo ven, siguen viviendo. 

Ahora Jesús predice su propio levantamiento en la cruz como semejante de la serpiente de bronce levantada en el palo.  Dice que cualquiera persona que vea su levantamiento poseerá la vida eterna.  Hay que notar la diferencia entre los dos levantamientos.  En el desierto con el levantamiento de la serpiente de bronce los israelitas reciben solo una extensión de la vida mortal.  Con el levantamiento de Jesús los observantes recibirán la vida eterna, eso es la vida con Dios sin fin.

Jesús tiene en mente dos referentes para su levantamiento.  En primer lugar, refiere a su crucifixión.  En segundo lugar, refiere a su resurrección de la muerte.  Los dos eventos en el Evangelio según San Juan son momentos de gloria.  Por supuesto, su resurrección representa su victoria sobre la muerte, pero ¿cómo es su crucifixión algo gloriosa?  Distinto de los otros evangelistas, Juan reporta cómo Jesús crucificado está rodeado por sus familiares y amigos, burlada por nadie, y pronunciando dictámenes eficaces como “Mujer, aquí tienes a tu hijo…”.  Esta muerte gloriosa es confirmada cuando el mismo Nicodemo, que debate con Jesús en este evangelio, trae suficientes especias para enterrarlo como un faraón.

Tal vez el aspecto más glorioso del levantamiento de Jesús en la cruz es la universalidad de la oferta que hace.  Se extiende no solo a los judíos, no solo a los piadosos o a los ricos sino al mundo entero.  Es cierto que el observante del levantamiento tiene que aceptar que este acto de humillación muestra a Jesús como su Salvador. No obstante, todos tienen la posibilidad de salvarse porque, como dice el evangelio: “… tanto amó Dios al mundo”.