XXX DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico
35:12-14, 16-18; II Timoteo 4:6-8, 16-18; Lucas 18:9-14)
Las
parábolas del Evangelio según san Lucas son como las baladas en la radio: a
menudo transmiten la sabiduría de una
manera atractiva. En el evangelio de hoy, Jesús nos ofrece otra parábola
fascinante. Esta vez nos enseña cómo orar mediante la historia del fariseo y el
publicano que rezan en el Templo. Ambos vivieron en circunstancias distintas a
las nuestras. Sin embargo, al vernos reflejados en los dos, podemos aprovechar
abundantemente la lección.
Aunque los
fariseos parecen villanos en los cuatro evangelios, ellos salvaron al judaísmo
de la extinción. Después del derrumbe del Templo, los fariseos reorganizaron la
religión en torno a la Ley de Moisés. Para asegurar su cumplimiento,
desarrollaron costumbres conocidas como la ley oral. Jesús se opuso a esta
nueva ley por estar demasiado preocupada con los detalles. Dijo que, al
procurar cumplirla, los fariseos a menudo se olvidaban de la primacía de la
compasión. Los acusó de agobiar a los pobres con prácticas innecesarias.
Jesús tuvo
algunos fariseos como amigos, pero, en general, los consideró arrogantes y
despiadados. Por eso, pone a un fariseo como ejemplo de la manera incorrecta de
orar en el evangelio de hoy. Lo caracteriza con los vicios que afectan a muchos
reformadores: pensar en sí mismo como mejor que los demás; tener prejuicios
contra otros tipos de personas; carecer de humildad ante Dios; y preocuparse
por dejar una buena impresión.
Aunque no
nos gustan las actitudes de los fariseos, no es raro que nos comportemos de
manera semejante. Por supuesto, como ellos, practicamos regularmente nuestra
religión —y eso no es malo—. Sin embargo, también como ellos solemos justificar
nuestras faltas. Además, estamos inclinados a considerarnos mejores que la
mayoría de la gente, y casi tan buenos como los verdaderamente santos. Somos
lentos para reconocer nuestras propias faltas, pero rápidos para notar las de
los demás. Queremos que se nos reconozca como inteligentes, atractivos,
trabajadores y generosos, aunque no siempre lo seamos. Por eso, no nos
abstenemos de fingir esas cualidades.
Los
publicanos recaudaban impuestos en nombre del Imperio romano. En su mayoría
eran romanos, pero se permitía que algunos judíos ocuparan ese oficio. Por
colaborar con los opresores, los publicanos judíos provocaban el resentimiento
del pueblo. Su trabajo les daba la oportunidad de extorsionar a la gente, lo
que generaba aún más rencor.
Jesús pasó
bastante tiempo con los publicanos en su esfuerzo por proclamar la misericordia
de Dios. Es posible que los encontrara más dispuestos a arrepentirse que a
otros. Al menos, Zaqueo —el jefe de los publicanos— demostró buena voluntad de
arrepentirse cuando se encontró con Jesús en el evangelio que habríamos leído
el próximo domingo si no fuera por el Día de Todos los Fieles Difuntos.
Como los
publicanos, nosotros también estamos inclinados a la avaricia. Incluso es
posible que participemos en pequeños engaños para ganar más dinero. Sin
embargo, también como el publicano de la parábola, golpeamos nuestro pecho
durante la misa y pedimos perdón al Señor en el Sacramento de la
Reconciliación.
Pero pedir
perdón no basta para ser justificado. Los pecadores deben reformar sus vidas.
En el caso del publicano de esta parábola, se da por sentado que hizo los
cambios requeridos. En la historia de Zaqueo, el jefe de los publicanos promete
dar la mitad de sus bienes a los pobres antes de que Jesús lo declare salvado.
En un
domingo este pasado verano, aprendimos de Jesús que debemos servir a los demás
como el Buen Samaritano. Luego, el domingo siguiente, nos enseñó que es mejor
escucharlo como María que servirlo como Marta. Jesús no se contradijo, sino que
nos invitó a discernir bien los momentos para escucharlo y los momentos para
servirlo. De modo semejante, los evangelios del domingo pasado y del de hoy
están coordinados. Recordamos cómo nos instruyó el domingo pasado a orar
persistentemente con la parábola de la viuda y el juez corrupto. Hoy nos
explica que la oración constante no basta si no está acompañada por la humildad
ante Dios.
Aunque somos
arrogantes como el fariseo y avariciosos como el publicano, no estamos
perdidos. Por la humildad del arrepentimiento y la oración del corazón
contrito, Jesucristo nos justificará. Sin arrepentimiento, la oración es
presunción; con arrepentimiento, la oración nos gana la salvación.