Homilía para el domingo, 29 de julio de 2007

XVII DOMINGO de Tiempo Ordinario

(Lucas 11)

Hace poco dos muchachas se me acercaron después de misa. Me pidieron que enseñara a su grupo diferentes formas de oración. La petición fue semejante a la del discípulo de Jesús en el evangelio hoy. Tal vez su propia manera de orar le parezca inefectiva como un teléfono desconectado. También, es cuestión de un modo de rezar especialmente cristiano. El discípulo quiere saber una oración que distinguirá a los cristianos de los judíos y los paganos.

Jesús, ya acabando de rezar, no demora darle una respuesta. Nos cuenta que deberíamos rezar diciendo:

- “Padre” – esto es una revelación revolucionaria de Jesús. Dios no es como un Supremo Poder ante quien debemos estremecernos de temor, sino como un Padre que quiere defendernos de la maldad. En Getsemaní y en la cruz, Jesús se le dirige a Dios diciendo primero, “Padre.”
“santificado sea tu nombre” – eso es, que todos los pueblos veneren el nombre de Dios: una petición para la reunificación de la familia humana después del intento pretencioso de alcanzar a cielo con la torre de Babel. Los cristianos, los judíos, y los musulmanes damos culto al mismo Dios. Solamente este hecho debería unirnos en respeto mutuo.

- “venga tu Reino” – que la paz, la justicia, y el amor con que Dios rige el cielo sean la realidad de la tierra también. Nos damos cuenta de muchos problemas sociales: la corrupción de gobernantes, la opresión de los trabajadores, la tendencia de uno para forzar su voluntad sobre otras personas. Aquí rezamos que se desvanezcan todas estas maldades.

- “Danos hoy nuestro pan de cada día” – sí, significa lo obvio: que recibamos suficientes tortillas para la mesa familiar. Sin embargo, a lo mejor Jesús tiene en cuenta una idea demás porque la palabra griega usada para “de cada día” es epiousia, que quiere decir sobrenatural. Por tanto, estamos pidiendo también el pan eucarístico, la comida que nos nutre con super-vitaminas, la vida eterna.

- “Perdona nuestras ofensas puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende” – aquí encontramos el perdón en el mero medio de la oración de Jesús como se sitúa en el corazón del evangelio. El perdón es necesario porque nuestros pecados nos tienen presos. No nos dejan hacer lo bueno; más bien, nos impulsa a hacer lo malo. El hombre que ha cometido adulterio no puede dar a su propia familia la atención que se requiere. A lo mejor está tan preocupado con el amante que no piense en su esposa. A la misma vez se siente tan culpable que amontone favores a su familia de manera desmesurada. Es igual con la muchacha que echa mentiras para evitar la corrección. Tiene que seguir escondiendo la verdad y, sabiendo que ella misma es engañosa, no puede confiar en otras personas.

- “no nos dejes caer en tentación” – “tentación” aquí no es como una depresión de que podemos sacarnos con facilidad sino como un profundo abismo que puede costarnos la vida y el alma. ¿De qué estamos hablando? Estamos pidiendo al Señor que no nos quite la salud de modo que estemos confinados a una cama por el resto de la vida o, aún peor, que no nos quite la vida de un hijo. Con este tipo de pérdida estaremos tentados a desesperar.

La oración del Señor es una oración colectiva. Sí, podemos decirlo cuando estamos solos, pero es la oración preferida cuando estamos congregados. Cuando estamos solos sería bueno hablar con Dios como un compañero. Que lo contemos nuestros problemas – “Mi vecina, Señor, sólo me da la espalda a mí” “O Dios, tanto me apena este tráfico” – para pedirle la ayuda. Pues, Dios es también nuestro mejor amigo.

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