El domingo, 29 de julio de 2012

XVII DOMINGO

(II Reyes 4:42-44; Efesios 4:1-6; Juan 6:1-15)

Hay un dicho en el mundo del circo: “Nunca sigas al malabarista”.  ¿Por qué? Porque el malabarista siempre deja a todos maravillados. No importa que mucha gente pueda hacer malabarismos con tres o aun cuatro pelotas; la acción siempre llama la atención como una casa ardiente.  En el evangelio hoy la gente viene a ver a Jesús como si fuera malabarista.

Jesús ha ganado fama como sanador.  El Evangelista san Juan informa que él ha curado a enfermos en Cana y Jerusalén.  Ya llega de nuevo a Galilea con mucha gente acompañándolo con esperas a ver otro hecho maravilloso. En este sentido las cosas no han cambiado en los dos milenios. Nosotros también seguimos buscando novedades – sean los “reality shows” o la versión del IPhone más actualizada.  A penas sentimos satisfechos con el mundo cotidiano.  No, es la estratósfera de los pudientes que nos interesa.

Pero Jesús quiere que cuidemos a uno y otro en nuestro ambiente. Quiere que seamos buenos prójimos, primero a nuestros familiares y vecinos, entonces a la gente en otras partes, particularmente a aquellos en más necesidad.  Para ejemplificar su deseo, se preocupa por el bien de la muchedumbre.  Pregunta a Felipe: “¿Cómo compraremos pan…?” para la muchedumbre que lo sigue.  Por supuesto, él sabe lo que va a hacer, pero para estimular el pensar de sus discípulos en los demás, hace la pregunta. 

Entonces Jesús toma el poco pan que hay, da gracias a Dios Padre, y lo reparte entre toda la gente presente.  Como en el tiempo navideño, de repente hay más comida que se puede consumir.  Sin embargo, es ni la cantidad de comestible ni su cualidad que distingue esta comida de todas las otras.  Más bien, es el espíritu de preocupación por los demás.  Más que la comida al cuerpo, Jesús comparte una nueva manera de vivir, sin egoísmo y con la caridad.  Es el modo de las familias que siempre encuentran espacio en sus casas para parientes y pobres del campo.

Raramente estas familias tienen grandes dificultades.  Mucho más probable, abundan en frutos tanto materiales como espirituales por su fidelidad al Señor.  En una familia dos hijos han regresado de la universidad para el verano.  En su casa se ve una continua procesión de jóvenes visitando, comiendo, y jugando.  Todos se convergen allá no porque los padres son ricos, sino porque son magnánimos, eso es con grandes ánimas.  No son indulgentes, sino comprensivos de las faltas.  No son altaneros, sino simpáticos con todos.  En el evangelio los discípulos de Jesús recogen doce canastos de pan que indica la vida en abundancia que Jesús viene a compartir. 
 Sin embargo, la gente se ciega a la oferta de Jesús.  Viendo el hecho poderoso, quiere llevarse a Jesús para hacerlo rey. A lo mejor piensan: “Si Jesús puede multiplicar panes, entonces ¿por qué estamos quebrando nuestras espaldas en la cosecha?” Es como las personas hoy en día que quieren votar por el candidato que les hará su vida más cómoda.  No, señores y damas, esto no es el propósito de Jesús. Él viene al mundo para recrear a la humanidad en una comunidad de amor.  Él sabe que la transformación requiere un cambio interior más que una nueva política.  Cuando trabajamos por el bien de todos, nos encontramos la felicidad de los santos. También el converso tiene la verdad: cuando trabajamos sólo por nuestro propio bien, encontramos la inquietud, no importa tantas riquezas que ganemos.

 Algunos de las mejores comidas son los “smorgasbords” en que todo el mundo trae su plato preferido.  La gente no sólo muestra su talento de cocinar sino también su amor para sus prójimos.  Unos traen pan hecho en casa; otros carnes bien especiadas; aún otros, verduras y ensaladas con un circo de sabores; y otros, los postres especialmente preparados.  Nadie tiene que quebrar su espalda pero todos disfruten de una comida de gran cantidad y cualidad.  Es así porque se hace con el amor que nos enseña Jesús.  Es así porque se hace con el amor.

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