El domingo, 20 de enero de 2013

EL II DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 62:1-5; I Corintios 12:4-11; Juan 2:1-11)


Es notable el servicio dado a los pasajeros de la primera clase.  Incluye todo para hacer el vuelo cómodo.  Primero asegura que la gente no tenga que esperar en la fila de seguridad y sea los primeros para abordar el avión.  Antes de que entren los demás, les ofrece un aperitivo.  Y una vez que la nave despegue, les festeja con una comida rica.  Este es el tipo de atención que los comensales reciben en la boda de Caná.

Encontramos a Jesús en la fiesta con sus discípulos y su madre.  Todos están disfrutando el banquete cuando se agota el vino.  Se preocupa María a lo mejor por la reputación de los novios tanto como por la satisfacción de los asistentes.  Como muchos nosotros ella quiere ver a todos complacidos.  De hecho, el placer se ha hecho en una prioridad en nuestros tiempos.  Se promueven píldoras que supuestamente reducen el peso sin sufrir nada de hambre.  Más en conforme con la cuestión aquí, se piensa hoy en día que el propósito principal del matrimonio es satisfacer los deseos de cada cónyuge.  Por supuesto, no es malo que las parejas sientan contentas, pero existen propósitos más transcendentes.

Jesús no comparte de la idea que el placer es del mayor valor.  Siempre se enfoca en la voluntad de Dios Padre como el guía de su vida.  Cuando cuenta a su madre: “Todavía no llega mi hora”, está proponiendo a todos nosotros que, como él, debamos recorrer a Dios para determinar cómo hemos de vivir.  Así, veremos el bien de los esposos y la procreación de hijos como los dos propósitos justos del matrimonio.  Vale la pena reflexionar sobre cada uno en estos días tan turbulentos para las familias. 

El “bien” del hombre y la mujer es, en primer lugar, que lleguen a Dios, el sumo bien.  Los dos tienen que ayudar a uno y otro aprender a amar como Dios ama.  Este amor conlleva gran satisfacción pero también requiere sacrificio.  Comenta un teólogo: “El matrimonio es la última y la mejor oportunidad de llegar a ser persona con calor humano”.  Eso es, el matrimonio facilita que las dos parejas traten al uno y al otro como tan importante como sí mismo.  Aprenden que – como nos han dicho nuestras madres – el mundo no gira en torno a sí mismo.  Más bien estamos en la tierra para servir a Dios y a los demás. 

Tanto como el compromiso a servir, el matrimonio enseña cómo ser fiel como Dios.  Hoy día el Internet está provocando lo contrario.  Pues, si uno no siente satisfecho con su cónyuge sólo tiene que buscar a otro con cualidades más amenas por uno de los varios servicios de contactos ofrecidos en el Internet.  El matrimonio insiste que no haya alternativas, que la intimidad sea inclusiva al uno y al otro, venga lo que venga. 

¿Es necesario que los dos sean de diferentes sexos para realizar el amor divino?  Este interrogante aparece hoy día con cada vez más insistencia.  Algunos dirán que no desde que en ningún caso – heterosexual u homosexual – las dos personas son exactamente igual de modo que aun las parejas homosexuales tengan que luchar para aceptar al otro.  Pero este modo de pensar no tiene en cuenta que las diferencias entre el hombre y la mujer son físicamente complementarias para que formen una nueva unidad, generando vida nueva y profundizando su amor.

La procreación y la educación de niños constituyen el otro propósito del matrimonio. Para la procreación se necesita absolutamente la materia biológica de ambos sexos.  Para la educación se requiere las virtudes generalmente asociadas con los dos.  Al caso aquí es el hecho que los hijos son seres humanos con dignidad alta.  No son para cumplir los deseos de sus padres.  Más bien, obligan a los padres que les provean lo mejor posible.  Por esta razón lamentamos con toda el alma la legalización del aborto que le da a la mujer permiso a descartar a su bebé si le da la gana.

En el evangelio se transforma el agua de las tinajas usadas para los ritos de purificación en el vino para dar la alegría.  No se debe perder el significado de este hecho.  El vino nuevo en el evangelio siempre representa a Jesús que viene para darnos la felicidad eterna.  Él reemplaza las leyes judíos que han fallado a hacer a la gente feliz.  Lo hace por su sabiduría que exige tanto el sacrificio como la fidelidad en el matrimonio.  Aún más beneficiosamente Jesús nos hace posible la felicidad por su propia sangre – también representada por  el vino – que nos hace hijos de Dios destinados a la vida eterna. Sí, es el vino hecho en la sangre de Jesús que nos hace hijos de Dios.

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