El domingo, 6 de julio de 2014

EL DECIMOCUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

(Zacarías 9:9-10; Romanos 8:9.11-13; Mateo 11:25-30)

La mujer de ochenta años se puso de rodillas al pie de su cama todas las noches.  Rosario en mano, rezó por su familia.  Nunca tuvo hijos; pues, nunca se casó.  Sin embargo, pidió a Dios por su familia: sus hermanos, sus sobrinos, y sus bis sobrinos.   Un sobrino sufrió un infarto.  Un bis sobrino tomaba medicamento por una condición de deficiencia de atención.  Le pareció a ella que siempre hubo necesidad que urgía la petición a Dios.  ¿Pidió a Dios por sí misma?  A lo mejor sí.  Pues su vida no era completamente feliz.  Como soltera a lo mejor sintió la soledad como un disco quebrado repitiendo la pregunta: “¿Qué te falta, María, qué te falta?”

En el evangelio Jesús invita a los fatigados y agobiados que compartan su lote con él.  Inmediatamente pensamos en las víctimas de guerra, la gente que vive en pobreza extrema, los enfermos de cáncer u otra maldad grave.  Pero estas amenazas al cuerpo no son las únicas que experimenten los hombres y mujeres.  Puede ser pesada también la soledad cuando todo el mundo anda con parejas.  A veces la soledad se vuelve en una vergüenza.  En una parroquia urbana hace muchos años los niños del orfanato fueron invitados al frente en el final de la misa dominical.  Entonces el sacerdote pidió a la gente que tomaran a uno de los huérfanos a su casa para la comida.  Los guapitos siempre tuvieron una invita pero muchas veces los niños con caras menos atractivas regresaron al orfanato con corazón quebrado. 

Muchos sufren de la soledad.  Además de los huérfanos y aquellas personas que nunca han casado, hay las viudas y viudos, los divorciados y divorciados, y los casados pero completamente despreciados por su cónyuges. Toda esta gente debería sentir un vínculo con Jesús que nunca se casó. Particularmente estas personas están situadas a entender la pasión de Jesús tanto como la desolación como el dolor físico.  Pues a lo mejor conozcan más que otros cómo siente la traición de un discípulo íntimo, el abandono de amigos, la condenación del pueblo, y el desdén de las autoridades.  Quieren gritar como Jesús en la cruz como reportado en dos evangelios: “¿Dios mío, por qué me has abandonado?”

Más que dar descanso a los fatigados, Jesús les pide que tomen su yugo, eso es, su manera de vivir.  No pide que dejen sus casas para integrarse en un convento.  No, quiere que se fijen en el amor de Dios Padre para cada uno de Sus hijos e hijas.  Este amor les regala una relación cercana con Jesús mismo.  Más que cualquiera otra persona, Jesús les acompañará en todo tipo de circunstancia: en los gozos, las tristezas, y las desilusiones.  Aun cuando lo abandonan, él no les deja solos.  Asegurados por el amor de Jesús, los solteros pueden aprovecharse de su tiempo libre para apoyar a los desafortunados.  Así era la espiritualidad de muchas maestras de escuela una vez.  No se casaban para dedicarse cien por ciento a la educación de niños.

El presidente John Kennedy dijo que Dag Hammarskjold era el mejor hombre de estado del siglo veinte.  ¿Quién era el señor Hammarskjold?  Fue el segundo secretario general de la Organización de Naciones Unidas.  Murió en un desplome de avión en camino a resolver un conflicto en el África.  Hammarskjold nunca se casó.  Pues dedicó su vida a buscar la paz entre naciones.  Era como si entrara en un convento pero el convento fue el mundo a lo cual amaba como Dios mismo lo ama. ¿Conoció la soledad?  A lo mejor que sí, pero la reconoció como el precio de un amor más grande.  Como Jesús, Hammarskjold reconoció la soledad como el precio de un amor más grande.

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