El domingo, 15 de marzo de 2015



EL CUARTO DOMINGO DE CUARESMA, 15 de marzo de 2015

(II Crónicos 16:14-16.19-23; Efesios 2:4-10; Juan 3:14-21)


No hay nada más básico que la luz.  En Génesis la primera cosa que crea Dios es la luz.  Hablamos nosotros del nacimiento de una criatura como la mujer “dando a luz a un hijo”.  El evangelio hoy habla de la fuente de la luz para los seres humanos.  Por supuesto, refiere a Jesús, la “luz del mundo”.

Dios regala a Su Hijo al mundo.  Los mejores regalos siempre reflejan cualidades del donador.  Cuando Francia regaló la Estatua de la Libertad a los Estados Unidos la imagen bien representó su inclinación a la libertad.  En el envío de Jesús al mundo la reflexión del donador es perfecta.  Jesús representa completamente el amor de su Padre Dios para los seres humanos.  Este amor entonces es la luz que dispersa las tinieblas que cubren el mundo.

La luz brilla para que nosotros hombres y mujeres podamos seguir el camino de la vida eterna.  Nos enseña los modos del amor verdadero y nos advierte de sus imitaciones falsas.  La primera lectura habla del pueblo judío dándose a “las abominables costumbres de los paganos”.  Estos males incluyen la codicia y la lujuria que tergiversan el concepto del amor.  Donde el verdadero amor es dispuesto a sacrificarse por el amado, la codicia y la lujuria desean aprovecharse del otro.  Es lo que el papa Francisco significaba el otro día cuando dijo: “La mundanidad transforma las almas de modo que pierdan la consciencia de la realidad”.  En otras palabras, atraídos por estos vicios vemos a los demás no como personas dignas de respeto sino como objetos para explotar.

En contraste a estas falsificaciones del amor Jesús presenta la cosa genuina.  Por una vida dedicada al bien de los demás él nos muestra el afecto de Dios para el mundo.  La enseñanza alcanza a la cumbre con Jesús colgado en la cruz.  Allí nos muestra cómo Dios trata a cada uno de los hombres y las mujeres con el amor abnegado.  El evangelio refiere a la crucifixión donde habla de Jesús levantado.  Lo compara con la serpiente de bronce que Moisés levantó  en el desierto.  Como esa serpiente sirvió como remedio para salvar a los israelitas de la muerte, Jesús levantado en la cruz nos rescata de la muerte espiritual.  Sólo tenemos que mirarlo con el compromiso de la fe.

El compromiso de la fe nos mueve más allá que la simple declaración de creencia.  Nos impulsa a imitar el amor abnegado de Jesús y su Padre Dios.  Hemos oído de la controversia entre la fe y las obras: ¿cuál de las dos nos salva de nuestros pecados?  Según la segunda lectura de la Carta a los Efesios somos “salvados por la gracia, mediante la fe”.  Esta fe no es estéril de modo que no produzca nada.  Al contrario, como sigue la lectura, por la misma gracia Dios nos dispone a hacer el bien.  Sea por visitar a los ancianos o por conservar el planeta, hacemos obras de amor demostrando nuestra fe.

Queremos actuar por el bien en la mera luz para que los otros vean las obras y den a Dios (y no a nosotros) la gloria.  En contraste, como el evangelio de nuevo dice, los malvados hacen sus obras en las tinieblas para evitar ser vistos.  Corren de la luz como cucarachas porque saben que merecen el desprecio.  Miran la pornografía y toman lo que no les corresponden cuando nadie les puede ver para salvar a sí mismos.  Pero es esfuerzo desperdiciado porque en el final Dios que ve todo es el que nos premia.

“Juan, tres, dieciséis.  Juan, tres, dieciséis”: se les enseñaba a cantar a los niños.  Siguió: “Dios tanto amó al mundo, que le entregó a su Hijo único…”  Pareció extraño un canto que nombra el libro, capítulo y verso bíblico.  Pero en este caso la citación es de lo que se ha descrito como “la Biblia en miniatura”.  Es cierto; sólo tenemos que creer en Jesús de modo que imitemos sus obras para llegar a la vida eterna.  Sólo tenemos que creer en Jesús e imitar sus obras.

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