EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA
(Génesis
15:5-12.17-18; Filipenses 3:17-4:1; Lucas 9:28b-36)
Como en
todo segundo domingo de la Cuaresma, el evangelio hoy se enfoca en Jesús
misteriosamente transfigurado. La
historia asombra al lector. La narrativa
desde el principio relata la formación de Jesús como un profeta con algunas
experiencias raras, pero nada inimaginable. Entonces, llegamos a este
pasaje. Jesús está en la montaña con
tres discípulos. Ellos tienen una vista
de él glorificado. ¿Qué significa todo
esto?
En lugar de
tratar de explicar el desarrollo de la historia y aplicar su significado a
nuestras vidas, vamos a emplear otra estrategia hoy. Examinaremos tres componentes del texto que
parecen particularmente reveladores.
Entonces preguntaremos a nosotros mismos qué nos implican para el viaje
cuaresmal.
En primer
lugar, Jesús se transforma mientras está orando. En su diálogo con el Padre se le ve como unido
con Él, de tal manera que asume Su gloria.
Como dice el Credo, Jesucristo es “luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero”. El acontecimiento muestra el
propósito de la oración como unirnos con Dios Padre. Es un momento de la verdad porque Dios conoce
nuestro interior. Esto es una gracia.
Pues no tenemos que ponernos de máscara cuando Le pedimos por lo necesario para
vivir contentos.
Solo esta
narrative según San Lucas revela el tema de la conversación entre Jesús, Moisés
y Elías. Hablan del “éxodo” que Jesús va
a sufrir en Jerusalén. Dice el griego
“éxodo”, pero otras traducciones tienen “salida” o “muerte”. El propósito del evangelista es decir que la
muerte violenta, que aguarda a Jesús en la ciudad santa, ocasionará la
liberación del pueblo como el éxodo produjo la liberación de los hebreos de la
esclavitud. Tan horrible que será la crucifixión,
también será transformadora. Por la
muerte en la cruz Jesús redimirá al mundo de sus pecados. Como el Hijo de Dios sin pecado, solo él
puede ofrecer un sacrificio que justificará a todos. La primera lectura dice que por la fe el
Señor tuvo a Abram por justo. San Pablo
desarrolla el concepto por declarar que, por la fe en Jesucristo, crucificado y
resucitado, nosotros hemos sido justificados.
Finalmente,
vale reflexionar en la nube que envuelve a los discípulos y la voz que se emite
de ella. Como cosa que oscurece la
vista, la nube invoca miedo. Pero como
cosa refrescante y peculiar, la nube atrae.
Por eso, la nube forma un símbolo del Divino, a la vez temeroso y
fascinante. Hombres hoy en día sacan sus
teléfonos para tomar fotos de cualquiera cosa inusitada. Similarmente Pedro quiere hacer tres chozas
para congelar en tiempo la aparición de Jesús en la gloria. Pero la voz de la nube les insta a él y sus
compañeros que se aprovechen del momento, no tratar de replicarlo. Ellos (y nosotros también) han de escuchar a
Jesús. Él no solo es el “Hijo” de Dios
sino también su “escogido”. Este término
viene del Segundo Isaías donde se utiliza para describir el Sirviente Doliente,
lo cual cargó los pecados de muchos. Porque
no tiene referentes en la narrativa de Isaías los evangelistas asumieron que únicamente
anticipa a Jesucristo.
La
Transfiguración del Señor no nos debería mover rápidamente a la acción. Más bien, delante de ella se nos indica a
pausar y contemplar. Nos preguntamos:
¿Qué es nuestro destino como seguidores de Jesús si lo suyo era la cruz y la
resurrección de entre los muertos? ¿Podría
ser otro que sufrir y tener la gloria como él?
En la segunda lectura San Pablo promete a los filipenses que Jesús
transformará sus cuerpos gloriosos “semejante al suyo”. Es nuestro propósito de la Cuaresma, ser
transfigurados como Cristo por nuestros actos de sacrificio.
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