IV DOMINGO DE CUARESMA
(I Samuel
16,1.6-7.10-13; Efesios 5:8-14; Juan 9:1-41)
Es
curiosa la novela, El principito. Fue escrito para niños. Pero la mayoría de la gente no la conoce
hasta que lleguen a la universidad. Una
frase de la obra particularmente ha llamado mucha atención a
través de los años. Dice el zorro
al principito: "…sólo con
el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos." Parece que el hombre nacido ciego aprende
esta lección en el evangelio hoy.
Se ha
visto este pasaje como un estudio en la realización de la fe. Como el hombre sólo reconoce quien es Jesús
gradualmente, así nosotros llegamos a la fe madura sólo con años de practicarla. Después de su curación, el hombre identifica
a Jesús como el que le hizo bien.
Entonces, lo reconoce como un profeta con palabras poderosas. Finalmente, al dialogar con Jesús, él
consienta en que Jesús es el Hijo del hombre: eso es, el enviado por Dios para
salvar el mundo. Así creemos en etapas.
Cuando
somos niños, creemos en Dios como un Santa Claus que va a cumplir todos
nuestros deseos. Esta fe es ingenua
porque todavía no ha experimentado el reto de dolor. En la juventud la fe se hace más como una
decisión que una verdadera convicción. Por
los primeros roces con la maldad – la muerte de un ser querido o, posiblemente,
una vislumbre de la pobreza extrema que acosa la quinta parte de la población
mundial -- experimentamos dudas en nuestra creencia. Entonces tenemos que decidir: Dios es o la verdad
o un mito. Si decidimos que es verdad, entonces nos queda otra decisión: si o
no seguiremos las tradiciones y los preceptos de la Iglesia, el guardián de la
fe. Si es mito, podemos rechazar la
religión completamente o, tal vez, darle un poco de atención para mantener la
paz en la casa. Esperamos que en la
vejez hagamos un acto pleno de la fe. Por
este tiempo hemos visto cómo los humanos mismos causan su propio daño. Más al caso, nos hemos dado cuenta que Dios
ha sido fiel proveyéndonos oportunidades del crecimiento a cada vuelta. Finalmente entendemos que nuestra felicidad
no queda en cruzadas en los siete mares, mucho menos en placeres eróticos sino
en cumplir la voluntad de Dios.
Estamos
hablando como si la fe en primer lugar fuera la aceptación de creencias. Ciertamente la profesión de creencias nos
apuntan a la fe, pero principalmente la fe es la confianza en otra persona, para
nosotros en Jesús. Al comienzo del
evangelio hoy el hombre nacido ciego conoce a Jesús superficialmente. Él puede decir sólo que Jesús es el hombre
que “hizo lodo, me puso en los ojos y me dijo” ‘Ve a Siloé e lávate’”. Pero Jesús lo busca para fortalecer su
relación con él. Cuando los fariseos lo echan
fuera de su lugar, Jesús lo consuela. Así
nos busca a todos nosotros en las diferentes etapas de la vida para consolidar
nuestra confianza. En la niñez vemos a
Jesús como el collage de las imágenes de él visto en los evangelios. Es al mismo tiempo el Hijo de Dios, el Santo
de Israel, el gran Maestro, el Profeta, el Buen Pastor, etcétera. En la juventud Jesús nos permite imaginarlo
como queramos: un filósofo, un guerrillero, o aun un rock star. Después de una vida de discernimiento lo
vemos como es: nuestro mejor amigo llevándonos a su Padre Dios en todos los
tiempos de la vida: en nuestra alegría para felicitarnos, en nuestra desilusión
para consolarnos, en nuestra traición para perdonarnos, y en nuestra debilidad
para apoyarnos. Por su constancia
sabemos que podemos contar con él cuando todas las otras fuerzas nos abandonan
en la muerte. Entonces él nos levantará
del polvo para presentarnos al Padre.
Había un
ciego nombrado Manuel a quien le gusta decir; “Veo”. Sabía bien cómo la frase pareció curioso por
un hombre tal como era, pero le fascinaba tanto la idea de la vista. A lo mejor Manuel vio más que muchos de la
población mundial. Pues, tuvo la
fe. Supo que Jesús lo acompañaba, sea en
la iglesia o sea en una cruzada. Con la
fe vio a la persona que es el más importante a ver.
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