El domingo, 25 de febrero de 2018


EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

(Génesis 22:1-2.9-13.15-18; Romanos 8:31-34; Marcos 9:2-10)



El dolor todavía estuvo en la cara de la señora.  Su hija falleció por cáncer hacia treinta y cinco años.  No obstante, cuando se mencionó la muerte en una conversación, la madre se calló.  Se puso desalentada.  Sus ojos no más fijaron en los colocutores.  Pareció que las preguntas antiguas se levantaron de nuevo en su mente: “¿Cómo puede Dios permitir tal cosa?  ¿Por qué Dios me causa tanto sufrimiento?”  Ciertamente tales preguntas sobre la ocurrencia del mal a personas buenas corren por la mente de Abraham en la primera lectura.

Abraham ha esperado por un tiempo largo tener un hijo con su esposa Sara.  Por fin la mujer concibió a Isaac, que ya ha crecido en joven robusto.  Pero de repente Dios le manda a Abraham que sacrifique a Isaac como si fuera un cabrito.  A pesar de las inquietudes que seguramente surgen en su mente, Abraham no demora en cumplir el mandato.  Entonces al momento en que Abraham levanta el cuchillo para degollar a su hijo, el ángel del Señor le detiene la mano. 

Nosotros explicamos lo que pasa en la historia del mandato extraño de Dios a Abraham como una prueba.  Decimos que Dios probó su fe para verificar que tenía la capacidad de ser padre de una gran nación.  Pero esta explicación no cuadra muy bien.  “¿Por qué Dios sugiere una cosa tan repulsiva como matar a un niño por sacrificio?” deberíamos preguntar.  Tal explicación tampoco sirve bien en el caso de la niña que muere de cáncer.  Nos parece injusto particularmente cuando vemos a las parejas que han perdido a un hijo peleando y cayendo en el desamor. 

Pero antes de que reivindiquemos la injusticia, deberíamos considerar la segunda lectura.  En ella San Pablo declara que Dios “no nos escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”.  Es como si Dios mismo hizo un sacrificio.  Aun se puede decir que su sacrificio sobrepasó cualquier que hagamos nosotros.  Pues su Hijo no sólo sufrió una de las muertes más horríficas posible sino también él nunca hizo nada mal para merecer el sufrimiento que aguantó.  Nosotros hombres sí pecamos de modo que merezcamos el sufrimiento.  Aun nuestros hijos, que son extensiones de nosotros, se implican en el mal que hacemos. 

El evangelio nos sugiere la clave para entender el sufrimiento.  Después de que Pedro, Santiago, y Juan ven a Jesús transfigurado, Dios les habla de una nube.  Dice: “’Este es mi hijo amado; escúchenlo’”.  Jesús ya ha hablado con sus discípulos de la necesidad de perderse si quieren ganar la vida eterna.  Va a echar un reto semejante dos veces más en este evangelio según San Marcos.  Si queremos probarnos como dignos de la vida eterna, tendremos que sacrificarnos juntos con Jesús en el amor.  El sacrificio puede consistir en nuestro tiempo, nuestra paz, y aun nuestras vidas o la vida de un ser querido.

Particularmente durante la Cuaresma nosotros cristianos nos acercarnos a Jesús para escucharlo.  No vamos a oír la explicación perfecta para la ocurrencia del mal a personas buenas.  Pero nos impartirá una mayor sabiduría.  Nos enseñará que aquellos que sufran junto con él tendrán la resurrección de la muerte junto con él.  Es su acompañamiento que nos la facilita.  Con él cerca tendremos la valentía de sacrificarnos por el bien del otro.  Sin él cerca nuestra vida aunque sea alegre será vivida en vano.

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