El domingo, 4 de marzo de 2018


EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA

(Éxodo 17:3-I7; Corintios 1:22-25; Juan 2:13-25)


Si estuviéramos a preguntar a un judío, “¿cuál es el mejor don que Dios nos ha dado?”  ¿cómo respondería?  Habría poca duda que diría, “la Ley”.  Pues para los judíos la Ley -- los primeros cinco libros de la Biblia -- es el fundamento para vivir como hombres libres.  Dice el salmo responsorial hoy, “La ley del Señor es perfecta y descanso del alma…” Es como la brisa a un marinero que le lleva a dónde quiere ir.

En la primera lectura escuchamos de los Diez Mandamientos.  Ellos resumen todos los otros seis ciento y pico preceptos escritos en la Ley.  A la misma vez manifiestan la voluntad de Dios recordada en la historia de los patriarcas y de Moisés. Si la Ley es perfecta, los Dios Mandamientos son lo más perfecto del perfecto.  Como dice otro salmo, “como plata pura siete veces refinada en el crisol”. 

Sin embargo, Jesús mejora los Mandamientos.  Los hace aún más perfectos por darles un matiz positivo cuando dice: “ama a Dios sobre todo y ama a tu prójimo”.  Más que esto, Jesús nos exige ir más allá de lo mínimo para rendirle la justicia indicado por los mandamientos “no le robes”, “no le codicies”, etcétera).  Nos exhorta que le hagamos un beneficio cuando dice: “ama…”.

El evangelio hoy trata del otro gran símbolo del judaísmo.  Si la Ley enseñó cómo no pecar, el Templo facilitó la reparación de los pecados.  Como en el caso de la Ley, Jesús mejora la situación por crear un Templo mejor. Cuando expulsa a los vendedores y cambistas del templo, Jesús indica la aniquilación del Templo, por lo menos según el evangelista Juan.  No más se podría ofrecer sacrificios válidos entre sus muros.  Recordémonos que en los evangelios según San Mateo y San Marcos cuando muere Jesús en la cruz, se rasga la cortina del Templo.  Esto es su modo preferido para indicar lo que significa la expulsión del Templo en San Juan.  Jesús reemplaza el Templo con su propio cuerpo como el lugar de ofrecer el sacrificio que vale para el perdón de pecados.  Este es el sacrificio que ofrecemos cada vez que celebremos la misa.

“Los judíos exigen señales”, dice San Pablo a los corintios en la segunda lectura.  Muchos desean signos hoy en día también.  Antes de poner su fe en Cristo quieren ver grandes cosas como la cura de todos los enfermos de cáncer.  Aunque hay curas, Pablo ofrece otra cosa para suscitar la creencia.  Dice: “Predicamos a Cristo crucificado”. Vemos la constatación de la fe en Cristo por los millones de cristianos sacrificándose por los demás.  Viven en todas partes, incluyendo nuestro barrio.  Entre ellos es Enrique Figaredo-Alvargonzález, un obispo misionero, en Camboya.  Al ver a muchos jóvenes sufriendo de la pérdida de piernas y de pies por las minas plantadas durante las guerras allá, el Monseñor Figaredo decidió a aliviar su peso.  Creó una fábrica que producen sillas de ruedas con toque deportivo para que los jóvenes victimados sientan activos.  Por su compromiso a los pobres en el nombre de Jesús el Monseñor Figaredo da testimonio al valor de su sacrificio para perdonar pecados y aumentar el amor.

Ahora el tiempo Cuaresmal entra una fase nueva.  No más es nuestra tarea principal hacer penitencia por nuestros pecados.  Ya tenemos que preocuparnos con la pregunta: ¿estoy dando testimonio al Señor Jesucristo que siempre se sacrificó por los demás?  En otras palabras ¿actúo como un cristiano verdadero?  Tal vez no.  Entonces nos quedan cuatro semanas para hacer algo que nos constará como discípulos suyos.  Nos quedan cuatro semanas para constarnos como discípulos verdaderos de Jesús.

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