El domingo, 16 de noviembre de 2025

 

XXXIII DOMINGO ORDINARIO 
Malaquías 3:19-20; II Tesalonicenses 3:7-12; Lucas 21:5-19

Hoy, en el Evangelio encontramos a Jesús en Jerusalén. Ha completado su largo viaje desde Galilea. De hecho, está entregando su último discurso al pueblo. En él, subraya tres temas que ha tratado durante el camino. Revisémonos estos temas, cada uno de los cuales toca íntimamente nuestras vidas espirituales.

Jesús está dentro del Templo con la gente. Algunos comentan sobre la solidez del edificio; otros se maravillan de su belleza. Pero Jesús les advierte contra poner la fe en las cosas creadas como si fueran eternas. Este es el primer tema para nuestra reflexión. Dice Jesús que el Templo, con sus hermosas ofrendas votivas, pronto será demolido. Igualmente desatinada es la fe en hombres que reclaman ser ungidos por Dios. 

Cuando miramos a nuestro alrededor en los nuevos suburbios, vemos muchas casas grandes. Parecen palacios, con habitaciones múltiples para solo pocas personas. No son malas en sí mismas. Pero cuando sus habitantes viven sin ninguna consideración por aquellos cuyos salarios no cubren la renta, entonces esas casas se convierten en tropiezos para la vida espiritual. Lo mismo ocurre con los cruceros, los autos de lujo o cualquier otra cosa extravagante que acapara nuestra atención hoy en día. Tampoco son necesariamente malos en sí, pero pueden interferir con nuestra primera responsabilidad: cumplir la voluntad de Dios.

En su discurso, Jesús predice las persecuciones que sus discípulos tendrán que soportar. Dice que, antes de que lleguen las catástrofes que marcarán el fin del mundo, serán odiados, traicionados, encarcelados e incluso asesinados. La persecución de los discípulos es el segundo tema para nuestra consideración. Los primeros seguidores de Jesús sufrieron matanzas por parte de Herodes en Jerusalén y por el emperador Nerón en Roma veinticinco años después.  Además, hubo muchas otras a lo largo de los siglos. Hoy en día, las persecuciones continúan en Nigeria donde decenas de miles de cristianos han sido asesinados en los últimos diez años.

Pocos de nosotros seremos asesinados por nuestra fe en Cristo, pero eso no significa que no enfrentaremos persecución. Cuando fue nominada para la Corte Suprema de los Estados Unidos, la jueza Amy Coney Barrett fue criticada por miembros del Congreso por ser una católica extrema. El cargo en su contra fue que cree que el aborto es malo. Si expresas tu fe abiertamente—por ejemplo, bendiciendo la comida en un restaurante o mencionando cómo Cristo te ha ayudado— no dudes que más temprano o más tarde serás ridiculizado. Incluso algunos familiares pueden criticarte por ser fiel a los fundamentos de la fe.

Jesús no deja de anunciar la buena noticia. Después de advertir sobre las dificultades que vendrán, nos asegura los beneficios de unirnos a él. Su frase: “... no caerá ningún cabello de la cabeza de ustedes” es difícil de entender, ya que muchos discípulos han sufrido el martirio. Quizás quiere decir que el Padre, que tiene contados los cabellos de sus hijos (Lc 12,7), no permitirá ser perdidos aquellos que sufren por causa de Jesús. De todos modos, después de esta frase difícil, Jesús asegura a sus fieles: “Si se mantienen firmes, conseguirán la vida”. La vida que tiene en mente es la que durará para siempre: la vida eterna. Este es el tercer tema del discurso de Jesús.

Nuestra esperanza de que nuestra vida no termine con la muerte corporal es fundamental para la vida cristiana. Los apóstoles predicaban a Jesús resucitado de entre los muertos. San Pablo se atrevió a escribir: “... si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó”. Recientemente, un sociólogo famoso escribió sobre su conversión a la fe en Cristo. El estímulo para su creencia recién encontrada fue la evidencia científica de que el alma existe fuera del cuerpo. Nuestra fe cristiana va mucho más allá de la supervivencia del alma. Afirma la resurrección del cuerpo al final de los tiempos. Sin embargo, desde los primeros siglos, la Iglesia ha depositado su fe en la continuación del alma hasta que se reúna con el cuerpo.

l próximo domingo concluiremos la lectura del Evangelio de San Lucas en los domingos. El evangelista nos ha entregado varias lecciones sobre la espiritualidad cristiana. Además de lo que hemos revisado hoy, hemos sido instruidos a ser compasivos con los que sufran, inclinados a perdonar a aquellos que nos ofendan, y persistentes en la oración. Sigamos adelante ahora con Jesús como guía a una vida más rica que jamás terminará.

El domingo, 9 de noviembre de 2025

 Fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán

(Ezequiel 47:1-2.8-9.12; I Corintios 3:9-11.16-17; Juan 2:13-22)

Quizás ustedes se pregunten como yo ¿por qué celebramos la dedicación de una iglesia?  También, ¿cómo es que la fiesta de la dedicación puede desplazar un domingo cuando celebramos el día del Señor?  Sí parece extraño, pero la Basílica de San Juan Letrán es la catedral del obispo de Roma, el papa, el líder de la Iglesia universal.  Por eso, estamos celebrando hoy no solo la Basílica de Letrán sino también todas las iglesias del mundo.

El término “iglesia” tiene diferentes aspectos que vamos a explorar.  Sin embargo, para la mayoría de nosotros iglesia significa el edificio donde se da culto a Dios.  Así tiene una significación especial.  Es lugar santificado no solo con la Eucaristía y las reliquias de los santos sino también las oraciones de los fieles.  Sus voces han resonado en muchas iglesias por siglos haciendo el templo santo.  Así es el caso con la Basílica de Letrán.  Además, la iglesia es lugar privilegiado del encuentro entre Dios y los seres humanos.  Por esto, cuando entramos una iglesia nos persignamos con el agua bendita purificándonos de la inmundicia del mundo antes de encontrar al Señor.

Hablamos también de la iglesia como la comunidad que se congrega para orar.  La raíz de la palabra iglesia viene del hebreo qahal que quiere decir asamblea.  Se traduce qahal a la palabra griego ekklesia de que se formó el latín ecclesia y el español iglesia.  Se ve la iglesia como comunidad de discípulos de Cristo en la segunda lectura hoy. San Pablo llama la comunidad cristiana en Corinto “templo de Dios”.   Quiere decir que los hombres y mujeres que comprenden esa comunidad están aprendiendo cómo actuar como el Cuerpo de Cristo en el mundo.  El papa León tenía esta idea en cuenta exhortó a los católicos congregados en Chicago para honrarlo a “construir una comunidad” de la luz y la esperanza.

Una comunidad de luz y esperanza servirá a los demás para que el mundo conozca a Cristo.  En la primera lectura del profeta Ezequiel, las aguas procedan del Templo para regar los árboles frutales.  En torno las frutas de los árboles servirán para alimentar a la gente, y sus hojas producirán medicinas para curar a los enfermos.  Igualmente, la Iglesia es siervo al mundo con un sinnúmero de caridades y hospitales proveyendo las necesidades corporales de la gente.

Sobre todo, la comunidad de Cristo, la Iglesia, es sacramento. Eso es, la iglesia es un signo establecido por Cristo para transmitir la gracia de Dios.  ¿Cómo puede ser sacramento? Desde sus años más antiguos la Iglesia se ha identificado con el Cuerpo de Cristo.  Jesús mismo en la lectura del Evangelio según San Juan que leemos hoy, se identifica su Cuerpo con el Templo donde se ofrecen sacrificios.  De veras, su Cuerpo se hizo el sacrificio perfecto en la cruz emitiendo la gracia que perdona pecados y justifica a pecadores.  Ahora se celebra este mismo sacrificio dondequiera la comunidad de Cristo se congrega.  Procediendo de la misa al mundo la comunidad irradia la santidad de Jesucristo a todos.

La Iglesia como servidor del mundo, comunidad de discípulos, y sacramento no agotan sus aspectos.  Muchos conocen la Iglesia por su jerarquía, sus reglas, y sus organizaciones.  Eso es, conocen la Iglesia como una institución.  Porque ha sido institución, ha podido mantenerse por casi dos mil años de historia.  Otra dimensión aspecto de la Iglesia es heraldo anunciando Jesucristo como Salvador del mundo.  No seríamos fieles a Cristo si no proclamáramos esta buena noticia.  Finalmente, la Iglesia es un misterio imbuido con la presencia de Dios.  La participación humana ha creado faltas en la actuación de la Iglesia, pero ha podido superar los desafíos de los siglos por esta presencia permanente de Dios.  En fin, Dios estará presente entre nosotros mientras permanezcamos formando parte de la comunidad de Cristo.


El domingo, 2 de noviembre de 2025

 

Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos 
(Sabiduría 3:1-9; Romanos 5:5-11; Juan 6:37-40)

Ahora, en noviembre, los vientos fríos han comenzado a soplar, al menos en las tierras norteñas. Los días oscurecen temprano y los árboles han perdido sus hojas. La muerte está en el aire, y algunos de nosotros la sentimos en los huesos.
Al llegar a los setenta u ochenta años, ya no tenemos la misma energía de antes. No podemos trabajar todo el día ni divertirnos hasta muy noche. Muchos conocidos de tiempos pasados —parientes, maestros, compañeros— se han marchado de este mundo. Además, el mundo contemporáneo, con sus miles de novedades, nos deja desorientados, como si despertáramos una mañana en un país extranjero.

Es tiempo de prepararnos para la muerte. La muerte nos lleva de la vida como un camión que recoge los muebles cuando nos mudamos. Es un acto pasivo que podemos resistir por un tiempo, pero al final a que debemos rendirnos. Sin embargo, la muerte puede ser también un acto positivo. No hablamos aquí del suicidio, que no es más que una aceleración de lo pasivo. Pensamos, más bien, en aprovechar la muerte como una oportunidad de encontrarnos con Cristo. En la Carta a los Filipenses, san Pablo escribe: “Para mí, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). El apóstol espera su muerte como la novia que se prepara para ser recogida por su amado. Nuestra meta es vivir con el Señor para siempre. El evangelio de hoy nos indica el camino: Jesús dice que quienes lo vean y crean que Él es el Señor, el Hijo de Dios, tendrán vida eterna.

Existen fuerzas en nuestra sociedad que van en contra de nuestro deseo de ver la muerte como ganancia. Trivializan la muerte, como si representara únicamente el final de la vida, con poco valor en sí misma. Quienes la consideran así no esperan en Cristo como su Salvador eterno. Para ellas, la vida está limitada entre el nacimiento y la muerte, y su valor se mide solo por lo que sucede dentro de esos confines.

Uno de los factores que trivializan la muerte se ve en la forma en que hoy se celebra Halloween. Ya no es la víspera de Todos los Santos, el día en que se permiten las almas inquietas a vagar por el mundo para buscar consuelo. Ahora el día está saturado con imágenes de muerte violenta para asustar a los ingenuos, hasta que, como ocurre con Santa Claus en Navidad, ya nadie les presta fe.
El suicidio asistido también oscurece el significado de la muerte como umbral hacia el encuentro con el Señor. Quienes optan por este modo de morir ven la vida como digna solo mientras produce recompensas terrenales. No entienden que existe una dimensión transhistórica en la vida humana que requiere como la entrada el sacrificio del yo para hacer la voluntad de Dios.
Finalmente, vemos la trivialización de la muerte en las “celebraciones de la vida” que muchos prefieren hoy en día en lugar de un funeral. Estos eventos a menudo olvidan los pecados del fallecido y hacen poca referencia a sus virtudes. Con frecuencia se enfocan en las incongruencias de su vida para entretener a los presentes.

Nuestra tradición católica es, con razón, más solemne. Llevamos el cuerpo a la iglesia acompañado de su familia y amigos. Buscamos consolarnos unos a otros por la pérdida del ser querido. Nuestra presencia reconoce los logros del difunto mientras damos gracias a Dios por sus virtudes. No menos importante, rezamos para que sus vicios sean purificados, a fin de que pueda entrar en la presencia del Señor.

Hoy, en el Día de Todos los Fieles Difuntos, tenemos otra oportunidad para orar por los muertos. Pedimos a Dios no solo por nuestros seres queridos fallecidos, sino también por los sinnúmeros difuntos anónimos. Queremos que el Señor perdone sus pecados y purifique sus faltas. A cambio, podemos esperar que otros en algún momento y lugar del futuro oren por nosotros.

 


El domingo, 26 de octubre de 2025

 

XXX DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico 35:12-14, 16-18; II Timoteo 4:6-8, 16-18; Lucas 18:9-14)

Las parábolas del Evangelio según san Lucas son como las baladas en la radio: a menudo  transmiten la sabiduría de una manera atractiva. En el evangelio de hoy, Jesús nos ofrece otra parábola fascinante. Esta vez nos enseña cómo orar mediante la historia del fariseo y el publicano que rezan en el Templo. Ambos vivieron en circunstancias distintas a las nuestras. Sin embargo, al vernos reflejados en los dos, podemos aprovechar abundantemente la lección.

Aunque los fariseos parecen villanos en los cuatro evangelios, ellos salvaron al judaísmo de la extinción. Después del derrumbe del Templo, los fariseos reorganizaron la religión en torno a la Ley de Moisés. Para asegurar su cumplimiento, desarrollaron costumbres conocidas como la ley oral. Jesús se opuso a esta nueva ley por estar demasiado preocupada con los detalles. Dijo que, al procurar cumplirla, los fariseos a menudo se olvidaban de la primacía de la compasión. Los acusó de agobiar a los pobres con prácticas innecesarias.

Jesús tuvo algunos fariseos como amigos, pero, en general, los consideró arrogantes y despiadados. Por eso, pone a un fariseo como ejemplo de la manera incorrecta de orar en el evangelio de hoy. Lo caracteriza con los vicios que afectan a muchos reformadores: pensar en sí mismo como mejor que los demás; tener prejuicios contra otros tipos de personas; carecer de humildad ante Dios; y preocuparse por dejar una buena impresión.

Aunque no nos gustan las actitudes de los fariseos, no es raro que nos comportemos de manera semejante. Por supuesto, como ellos, practicamos regularmente nuestra religión —y eso no es malo—. Sin embargo, también como ellos solemos justificar nuestras faltas. Además, estamos inclinados a considerarnos mejores que la mayoría de la gente, y casi tan buenos como los verdaderamente santos. Somos lentos para reconocer nuestras propias faltas, pero rápidos para notar las de los demás. Queremos que se nos reconozca como inteligentes, atractivos, trabajadores y generosos, aunque no siempre lo seamos. Por eso, no nos abstenemos de fingir esas cualidades.

Los publicanos recaudaban impuestos en nombre del Imperio romano. En su mayoría eran romanos, pero se permitía que algunos judíos ocuparan ese oficio. Por colaborar con los opresores, los publicanos judíos provocaban el resentimiento del pueblo. Su trabajo les daba la oportunidad de extorsionar a la gente, lo que generaba aún más rencor.

Jesús pasó bastante tiempo con los publicanos en su esfuerzo por proclamar la misericordia de Dios. Es posible que los encontrara más dispuestos a arrepentirse que a otros. Al menos, Zaqueo —el jefe de los publicanos— demostró buena voluntad de arrepentirse cuando se encontró con Jesús en el evangelio que habríamos leído el próximo domingo si no fuera por el Día de Todos los Fieles Difuntos.

Como los publicanos, nosotros también estamos inclinados a la avaricia. Incluso es posible que participemos en pequeños engaños para ganar más dinero. Sin embargo, también como el publicano de la parábola, golpeamos nuestro pecho durante la misa y pedimos perdón al Señor en el Sacramento de la Reconciliación.

Pero pedir perdón no basta para ser justificado. Los pecadores deben reformar sus vidas. En el caso del publicano de esta parábola, se da por sentado que hizo los cambios requeridos. En la historia de Zaqueo, el jefe de los publicanos promete dar la mitad de sus bienes a los pobres antes de que Jesús lo declare salvado.

En un domingo este pasado verano, aprendimos de Jesús que debemos servir a los demás como el Buen Samaritano. Luego, el domingo siguiente, nos enseñó que es mejor escucharlo como María que servirlo como Marta. Jesús no se contradijo, sino que nos invitó a discernir bien los momentos para escucharlo y los momentos para servirlo. De modo semejante, los evangelios del domingo pasado y del de hoy están coordinados. Recordamos cómo nos instruyó el domingo pasado a orar persistentemente con la parábola de la viuda y el juez corrupto. Hoy nos explica que la oración constante no basta si no está acompañada por la humildad ante Dios.

Aunque somos arrogantes como el fariseo y avariciosos como el publicano, no estamos perdidos. Por la humildad del arrepentimiento y la oración del corazón contrito, Jesucristo nos justificará. Sin arrepentimiento, la oración es presunción; con arrepentimiento, la oración nos gana la salvación.

El domingo, 19 de octubre de 2025

 

XXIX DOMINGO ORDINARIO
(Éxodo 17:8-13; II Timoteo 3:14–4:2; Lucas 18:1-8)

Reflexionando en las lecturas de hoy, deberíamos llegar a una espiritualidad más rica y profunda. Nos invitan a cambiar nuestra manera de pensar acerca de Dios y, más importante aún, de relacionarnos con Él. Antes de examinar las lecturas, conviene eliminar una idea equivocada sobre Dios.

Jesús mismo nos enseñó a pensar en Dios como nuestro “Padre del cielo”. Pero este Padre no necesita de nuestro agradecimiento ni de nuestro amor como lo necesitan nuestros padres terrenales. Como ser espiritual, Dios no tiene emociones humanas. Su amor no es del tipo que busque afecto, porque es completo en sí mismo. Nos permite y nos exhorta a amarlo, no por su beneficio, sino por el nuestro. Cuando lo amamos hasta el punto de no ofenderlo, crecemos como seres humanos, con la felicidad perfecta como nuestro destino final.

En el libro del Éxodo, cuando Dios le reveló a Moisés su nombre, nos mostró lo que Él es en sí mismo. Dijo: “Soy el que soy”. Estas palabras pueden parecernos misteriosas, pero indican que Dios ha existido desde siempre y que siempre existirá. Él es la fuente de toda existencia, el que creó todo lo que existe a partir de su propio ser. Cuando se hizo hombre en Jesucristo, nos mostró sin lugar a duda que no solo es el Creador de todos los seres humanos, sino también su protector amoroso. Además, dio la tierra a los hombres y mujeres para ayudarles a conocerlo y amarlo.

Veamos ahora la primera lectura, también del libro del Éxodo. Los israelitas están siendo atacados por los amalecitas. Es una agresión injusta, ya que los israelitas no hicieron nada para provocar la guerra. Moisés no tarda en pedir la ayuda del Señor para derrotar al enemigo. La recibe mientras mantiene los brazos levantados en actitud de oración. Pero cuando los baja, los amalecitas comienzan a prevalecer. No es que Dios sea caprichoso al insistir en que le recemos para obtener su ayuda. Más bien, desea que lo busquemos constantemente, para que permanezcamos siempre fieles a Él. Así como los amalecitas están destinados a perecer por su injusticia, los israelitas permanecerán en existencia por su cercanía al Señor.

La parábola de Jesús en el evangelio parece tan provocativa como la que escuchamos hace unas semanas. Recordamos cómo Jesús alabó al administrador injusto por su astucia al pensar en el futuro. En la parábola de hoy, Jesús compara a un juez injusto con Dios. Por supuesto, no pretende decir que Dios sea injusto. Más bien, quiere enseñarnos que debemos comportarnos como la viuda, que no cesa de pedir justicia al juez. Es decir, debemos orar a Dios sin descanso para obtener nuestras necesidades. Una vez más, las Escrituras nos muestran que hacemos bien cuando no nos alejamos del Señor, sino cuando nos entregamos a Él.

Ciertamente san Pablo estaría de acuerdo con la necesidad de ser persistentes en la oración. En la segunda lectura, de la Segunda Carta a Timoteo, el apóstol exhorta a su discípulo a mantenerse firme en lo que ha aprendido y creído. Además, confirma el valor de la Sagrada Escritura como fuente de vida justa.

No debemos terminar esta reflexión sin comentar la pregunta enigmática de Jesús al final del evangelio: “’… cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?’”. Con el alejamiento de tantos de la comunidad de fe, la pregunta resulta particularmente contundente. ¿Serán fieles los hombres cuando regrese Jesús, o se habrán perdido por olvidar a su proveedor? Las lecturas de hoy claramente nos invitan a orar constantemente para que Jesús encuentre fe cuando vuelva. Pero esto no exige solo esfuerzo de nuestra parte. Más aún, nos asegura que Dios, en su amor, siempre nos estará buscando. Como el padre del hijo pródigo, que mira el horizonte cada día esperando una señal del extraviado, Dios nos llama continuamente a volver a Él.

El domingo, 12 de octubre de 2025

 

XXVIII DOMINGO ORDINARIO
(II Reyes 5:14-17; II Timoteo 2:8-13; Lucas 17:11-19)

Muchos estadounidenses reconocen el evangelio de hoy porque se lee en la misa del Día de Acción de Gracias. Muestra el deseo natural del corazón de dar gracias a quienes nos han hecho el bien. También indica la expectativa de Dios de que su pueblo le exprese gratitud. Examinemos, entonces, la gratitud que nos facilita el agradecimiento hacia nuestros bienhechores. Luego veremos en las lecturas algunos ejemplos de esta virtud.

La gratitud es tanto una emoción como una virtud. La sentimos especialmente cuando alguien nos ayuda por buena voluntad y no por obligación. Todos tenemos nuestra propia historia de haber sido asistidos por otra persona que ni siquiera nos conocía. Un hombre contaba que se encontraba en una ciudad lejos de su casa cuando su carro se descompuso la noche anterior al Día de Acción de Gracias. Por casualidad, conoció a un mecánico afroamericano. El mecánico abrió su taller a la mañana siguiente para reparar el carro del extranjero y solo le cobró el costo de las piezas.

Al igual que el amor, la gratitud es también una virtud. Es una manera de vivir formada por nuestra elección de ser agradecidos y por la práctica constante. Se considera el fundamento de la vida moral porque reconoce un mundo de gracia. En un acto de fe intuimos que Dios nos ha regalado la vida y todo lo que tenemos. Cuando decidimos responder a nuestro proveedor con palabras y acciones de agradecimiento, comenzamos a practicar la gratitud. Repitiendo esta respuesta positiva cada vez que se nos hace un bien, desarrollamos la virtud. Así nos convertimos en personas amables, bondadosas y amorosas.

Es posible, sin embargo, rechazar la bondad de los demás. Hay personas que piensan que todo lo que tienen lo han conseguido únicamente por su propio esfuerzo. Según ellos, si alguna vez han recibido algo de otras personas, fue porque éstas estaban obligadas a dárselo. En un episodio de Los Simpson, a Bart le toca dar la bendición antes de la comida. El muchacho dice algo como: “Oh Dios, gracias por nada; nosotros pagamos por todo lo que está en la mesa”. Podemos reírnos, porque nos damos cuenta de lo absurdas que son sus palabras.

El agradecimiento no siempre surge naturalmente. Algunos sufren tanto en la vida que su dolor oscurece la gratitud. ¿Cómo pueden aceptar a Dios como bondadoso los enfermos de Huntington, una enfermedad que ataca el cerebro y deja a la víctima completamente incapacitada en poco tiempo? ¿Y cómo pueden decir “gracias” a Dios los familiares de una niña asesinada en un acto aleatorio de violencia? Particularmente para ellos, la gratitud es una decisión consciente que reconoce la afirmación de San Pablo en la Carta a los Romanos: “Sabemos, además, que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman”.

La memoria también alimenta la gratitud. A veces, después de años, recordamos la bondad con que otras personas nos trataron. Nos duele que ya no estén presentes para poder agradecerles.

Con este preámbulo, examinemos las lecturas de la misa de hoy. En la primera, el general sirio reconoce que el Señor Dios lo ha curado de la lepra. También es instructivo que el profeta rehúse la oferta del general: evidentemente, Eliseo quiere dejar claro que Dios no actúa por una recompensa ni por obligación. En la segunda lectura, es el recuerdo de la muerte y resurrección de Cristo lo que mueve a San Pablo a responder con gratitud. A pesar de que sufre “hasta llevar cadenas”, puede dar gracias a Dios por conocer a Timoteo en Cristo. Finalmente, en el evangelio, el leproso samaritano regresa a Jesús para mostrarle su agradecimiento tan pronto como se da cuenta de que ha sido curado. Jesús espera que todos los curados actúen con la misma gratitud. No necesita su agradecimiento, pero éste indicaría que se han transformado en personas virtuosas. Entonces podría decirles, como le dice al samaritano: “Tu fe te ha salvado”.

Aun el mundo reconoce el valor del agradecimiento. Los canadienses celebran el Día de Acción de Gracias mañana, y los estadounidenses el próximo mes. Nosotros, los católicos, damos gracias a Dios cada vez que celebramos la Eucaristía. Que procuremos transformarnos, con la ayuda de la gracia, en personas profundamente agradecidas, capaces de reconocer cada acto de bondad que recibimos.

 

El domingo, 5 de octubre de 2025

 

EL VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO
(Habacuc 1:2-3; 2:2-4; II Timoteo 1:6-8.13-14; Lucas 17:5-10)

Las tres lecturas de hoy llaman nuestra atención. En el evangelio, los apóstoles piden a Jesús: “Auméntanos la fe”. Esta súplica ha resonado a través de los siglos. Gentes de todas las épocas han sentido que sus pies resbalándose en el seguimiento del Señor Jesús. El ambiente del mundo ha sido muchas veces un desierto que no nutre la fe viva. No importa la época, siempre ha sido difícil poner la confianza en los sacramentos y las enseñanzas de la Iglesia como el camino a la salvación. En la Edad Media, las grandes plagas que mataban en diferentes partes a la mitad de la población hicieron de la tierra un “valle de lágrimas”. En el tiempo de la Revolución Industrial, multitudes vivían en condiciones infrahumanas que fomentaban el odio y la rebelión. En el siglo pasado, la televisión creó un nuevo desierto de distracciones que alejaba la atención de Cristo, tanto en la oración como en el servicio.

La era del Internet tampoco ha liberado a la humanidad de la sensación de estar perdida. Ahora las computadores y celulares han tomado el control de la vida de muchos. Los jóvenes, en particular, están golpeados por la facilidad de acceder a la pornografía, que corrompe no solo las relaciones sanas, sino también las mentes. Las pantallas han llevado a muchísimos a un mundo virtual, no real, con relaciones superficiales y experiencias casi vacías de significado. Incluso muchos católicos se han conformado con “la misa en la tele”. Les atrae porque no requiere el esfuerzo de vestirse, viajar o encontrarse con personas incómodas. Pero siguiendo ese modo de rezar, se pierde la oportunidad de recibir al Señor en la Santa Comunión y de unirse significativamente con la comunidad.

Una caricatura estrenada el Día de Acción de Gracias del año pasado resume bien el predicamento de la fractura social que vivimos hoy. En el primer marco, una familia de hace treinta años se reúne alrededor de la mesa festiva; todos conversan entre sí con sonrisas en sus rostros. En el segundo, la misma familia se sienta hoy en la sala, pero todos miran sus teléfonos con caras aburridas.

Nos preguntamos cómo podemos sacar a nuestros familiares de este desierto digital. Somos semejantes al profeta Habacuc en la primera lectura, cuando clama al Señor: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches?” También nosotros sentimos la necesidad de pedir más fe, como los apóstoles, para creer que nuestra condición puede salvarse. Pero el Señor nos responde, igual que a ellos, que ya tenemos suficiente fe: solo hace falta ponerla en acción.

Esa es también la respuesta que Pablo da a su joven discípulo Timoteo en la segunda lectura. El joven enfrenta una dificultad como obispo de la comunidad cristiana en Éfeso. El apóstol le dice que reavive el don del Espíritu que recibió cuando él le impuso las manos. No se sabe con certeza cuál era el problema, pero seguramente tenía que ver con las falsas doctrinas que circulaban en ese tiempo, como la idea de que Jesucristo no fue verdaderamente humano.  Sea como fuere, Pablo urge a Timoteo a esforzarse en hacer fructificar los dones que le ha otorgado el Espíritu Santo.

Así como Pablo impuso sus manos sobre Timoteo en el sacramento del Orden, también el obispo o su delegado ha impuesto sus manos sobre nosotros en la Confirmación. Ese sacramento nos selló con el Espíritu Santo para servir al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Sus múltiples dones nos capacitan para resistir la obsesión con los dispositivos que afecta a nuestra sociedad. Nos vigorizan con la fortaleza para no rendirnos; nos equilibran con la moderación para no alejarnos de los jóvenes en la misión; y, sobre todo, nos orientan con el amor para asegurar que nuestros esfuerzos sean siempre para la gloria de Dios y el bien de los demás.


El domingo, 28 de septiembre de 2025

 

EL VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO ORDINARIO
(Amós 6:1.4-7; I Timoteo 6:11-16; Lucas 16:19-31)

La parábola que acabamos de escuchar es muy conocida, pero no siempre bien comprendida. No es que el rico sea castigado por ser adinerado, ni que Lázaro, el mendigo, sea premiado por ser pobre. Más bien, Lázaro, como algunos pobres tanto en tiempos bíblicos como en la actualidad, presumiblemente mantiene una fe en Dios, pidiendo su misericordia y ayudando a los demás.  Es su fidelidad que le hace beneficiario de la gloria de Dios.

Un viajero experimentó recientemente la bondad de los pobres cuando intentó cruzar una carretera inundada. Su carro se llenó de agua y se detuvo. El hombre quiso empujar el carro al lugar seguro, pero no podía hacerlo solo.  Un grupo de muchachos llegó al rescate. Entraron al agua y movieron el carro hasta un terreno más alto. Cuando el hombre quiso darles algunos dólares por sus esfuerzos, los jóvenes rechazaron el pago. No se sabe si los muchachos asistieron a misa, posiblemente no por razones sociales. Sin embargo, es posible que Dios los perdone por su bondad hacia los extranjeros.

Tampoco es inaudito que un rico ayude a los demás. Hace dos años murió un billonario después de repartir casi toda su fortuna por el bien de los demás. Hay muchos ricos que han prometido donar la mayor porción de sus riquezas por el bien del pueblo, aunque de ninguna manera son la mayoría. La ofensa del rico de la parábola no es tener riqueza, sino su indiferencia hacia el inválido mendigando en su puerta. Lo pasa por alto todos los días sin ofrecerle ni un trozo de pan, mucho menos dinero para comprar el almuerzo.

Otro aspecto llamativo de la parábola es la petición del rico, ya sufriendo tormento en el lugar de castigo. Le pide a Abrahán, figura que representa a Dios, que envíe a Lázaro a sus hermanos para advertirles que no sean tan descuidados de los pobres como lo fue él. Se le puede reconocer al hombre que piense en otras personas y no en su propia desgracia. Pero ya es demasiado tarde. Debió haber pensado en los demás mientras vivía. Además, solo piensa en sus hermanos y no en personas ajenas.

El rico cree que sus hermanos se arrepientan si se les apareciera un muerto. Pero Jesús dice que difícilmente cambiarían sus modos, aun si vieran a alguien resucitado de entre los muertos. Tiene razón por tres motivos. Primero, ya se les han dado las Escrituras con este mismo mensaje, pero sin resultado positivo. Segundo, los judíos en general rechazaron la predicación de los testigos apostólicos a la resurrección de Jesús. No es probable que los hermanos del rico, que evidentemente son judíos, aceptarían la validez de su propia vista de una persona resucitada de entre los muertos. Finalmente, la persona natural no se satisface con una señal o dos, ni siquiera con una docena, para creer en lo sobrenatural. Siempre pedirá otra. Lo que se necesita para aceptar la revelación de Dios no son pruebas ni argumentos, sino la fe.

La Carta a los Hebreos describe la fe como “la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven” (Hebreos 11). Estas realidades incluyen no solo que Dios creó a los hombres y mujeres, sino también que va a juzgarlos. Creemos que, al final, Dios señalará a cada uno de nosotros hacia la vida eterna o, como dice el evangelio, hacia el “lugar de tormento”. Los criterios para este juicio serán las normas de la justicia establecidas en la naturaleza y en las Escrituras, particularmente aquellas reveladas por Jesucristo. Si vamos a realizar nuestro destino cristiano, tenemos que dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, y visitar a los enfermos y encarcelados. Si no rendimos estos servicios en la vida, el Señor nos promete que vamos a ser desilusionados en la muerte.


El domingo, 21 de septiembre de 2025

 

VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO ORDINARIO 
(Amós 8:4-7; 1 Timoteo 2:1-8; Lucas 16:1-13)

Ningún evangelio muestra a Jesús tan preocupado por el dinero como el de san Lucas. Hace algunas semanas escuchamos la parábola del rico insensato, en la que Jesús advertía sobre la avaricia. Hoy, el Señor enseña a sus discípulos cómo usar correctamente el dinero. Y dentro de ocho días, en el mismo evangelio, veremos cómo reprende a los fariseos por su indiferencia hacia los pobres. Vale la pena, entonces, prestar mucha atención a sus palabras. Porque si “el amor al dinero es la raíz de todos los males”, como dice la Primera Carta a Timoteo, su influencia dañina no ha hecho más que crecer con el paso del tiempo.

Las personas tropiezan con el dinero cuando lo consideran el bien supremo. No es difícil entender por qué: con dinero se pueden alcanzar los grandes deseos del corazón no convertido —poder, placer y prestigio. La primera lectura lo ilustra bien. El profeta Amós denuncia a los ricos de su tiempo que “obligaban a los pobres a venderse por un par de sandalias”.

Estos valores idólatras de poder, placer y prestigio fácilmente nos apartan del agradecimiento, la alabanza y el amor que solo debemos a Dios. Hoy la acumulación de dinero se ha sumado a ese panteón de falsos ídolos. Basta ver los titulares recientes: el multimillonario Elon Musk recibió salario y acciones que podrían elevar su fortuna personal a un trillón (un millón de millones) de dólares. Es inimaginable qué podría hacer con semejante riqueza. Y no solo capta la atención de los lectores, sino que también atrae sus corazones.

Solo Dios es el bien supremo. Él nos creó y nos rescató del orgullo que nos hacía vernos como sus rivales. Nos envió a Cristo, su Hijo, que se humilló haciéndose hombre y muriendo en la cruz. Con ello nos libró del poder del maligno, para que podamos tener, como dice la lectura de hoy de la Carta a Timoteo, “una vida tranquila y en paz, entregada a Dios”.

En el evangelio, Jesús propone la parábola del administrador malo para ilustrar qué debemos hacer con el dinero. Es una parábola curiosa, porque parece que el amo alaba un mal acto, pero no es así. Lo que hace es reconocer la astucia del administrador, sin aprobar su deshonestidad. Es parecido a cuando decimos que hay que “darle al diablo lo que se merece”: no queremos presentarlo como modelo, sino simplemente reconocer su astucia. Así también el administrador es hábil en prepararse para el futuro, aunque lo haya hecho de manera injusta.

Jesús nos invita a sus discípulos a preparar nuestro futuro eterno usando bien el dinero. Cumplimos con este propósito cuando destinamos parte de nuestros recursos al servicio de los pobres. San Vicente de Paúl, cuya fiesta celebramos este sábado, enseñaba cómo la generosidad hacia los necesitados influye en nuestro destino eterno. En una conferencia a las Hijas de la Caridad les dijo: “Dios ama a los pobres y, por lo mismo, ama también a los que aman a los pobres; porque, cuando alguien tiene un afecto especial hacia una persona, extiende ese afecto a quienes muestran amistad o servicio hacia esa persona”.

Los pobres que confían en su bondad son verdaderamente amigos de Dios. En cambio, muchas veces es el dinero lo que nos impide vivir con esa misma confianza. Nos decimos que pagamos a los médicos para curar nuestras enfermedades, o que compramos seguros que nos alivian de riesgos. Pero si confiamos solo en eso, nos estamos engañando. Al final, es Dios quien nos libra de las dificultades y quien nos salva de la perdición.


El domingo, 14 de septiembre de 2025

 

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

(Números 21:4-9; Filipenses 2:6-11; Juan 3:13-17)

Hay leyenda encantadora sobre el descubrimiento de la cruz de Cristo por Santa Helena, la madre del emperador Constantino.  Desafortunadamente no hay datos históricos comprobando la leyenda.  Sin embargo, realmente no importa porque hoy no honramos tanto la cruz como al crucificado.  Hoy celebramos como el Hijo de Dios se humilló dos veces, como dice la segunda lectura, por nuestra salvación.  Lo hizo primero cuando tomó la carne mortal y segundo cuando sufrió la muerte horrible de la crucifixión. 

Es notable que en nuestra celebración no nos referimos a los testimonios de la crucifixión en los cuatro evangelios.  Más bien, leemos un corto pasaje hacia el principio del Evangelio según San Juan y un episodio oscuro en el Libro de Números.  Particularmente el evangelio indica el significado de este evento monumental de la historia.

En el evangelio Jesús está en diálogo con Nicodemo, un fariseo y líder judío.  Él representa el judaísmo farisaico que quedó después de la destrucción del Templo en el año setenta.  Por supuesto, Jesús habla por los cristianos que eran perseguidos a este tiempo.  Este diálogo o, mejor, debate muestra como el cristianismo tiene raíz en el judaísmo, aunque ha emergido como superior de la antigua fe.

Jesús se refiera al pasaje del Números donde los israelitas andan por el desierto cansados y angustiados.  En lugar de ser agradecidos de Dios por haberlos rescatado de la esclavitud, se le quejan de sus dificultades: los cuarenta años en que han viajado mientras Dios los formó como su pueblo santo y la provisión del maná, la “miserable comida” en la lectura, que los ha sostenido.  Para corregir la indignación Dios les manda serpientes venosas que matan a quienes muerden.  Cuando el pueblo se arrepiente de su ingratitud, Dios les envía alivio.  Por su amor a su pueblo, manda a Moisés que haga serpiente de bronce y la levante en un palo.  Entonces los mordidos que lo ven, siguen viviendo. 

Ahora Jesús predice su propio levantamiento en la cruz como semejante de la serpiente de bronce levantada en el palo.  Dice que cualquiera persona que vea su levantamiento poseerá la vida eterna.  Hay que notar la diferencia entre los dos levantamientos.  En el desierto con el levantamiento de la serpiente de bronce los israelitas reciben solo una extensión de la vida mortal.  Con el levantamiento de Jesús los observantes recibirán la vida eterna, eso es la vida con Dios sin fin.

Jesús tiene en mente dos referentes para su levantamiento.  En primer lugar, refiere a su crucifixión.  En segundo lugar, refiere a su resurrección de la muerte.  Los dos eventos en el Evangelio según San Juan son momentos de gloria.  Por supuesto, su resurrección representa su victoria sobre la muerte, pero ¿cómo es su crucifixión algo gloriosa?  Distinto de los otros evangelistas, Juan reporta cómo Jesús crucificado está rodeado por sus familiares y amigos, burlada por nadie, y pronunciando dictámenes eficaces como “Mujer, aquí tienes a tu hijo…”.  Esta muerte gloriosa es confirmada cuando el mismo Nicodemo, que debate con Jesús en este evangelio, trae suficientes especias para enterrarlo como un faraón.

Tal vez el aspecto más glorioso del levantamiento de Jesús en la cruz es la universalidad de la oferta que hace.  Se extiende no solo a los judíos, no solo a los piadosos o a los ricos sino al mundo entero.  Es cierto que el observante del levantamiento tiene que aceptar que este acto de humillación muestra a Jesús como su Salvador. No obstante, todos tienen la posibilidad de salvarse porque, como dice el evangelio: “… tanto amó Dios al mundo”.

El domingo, 7 de septiembre de 2025

 

XXIII DOMINGO ORDINARIO
(Sabiduría 9:13-19; Filemón 9-10.12-17; Lucas 14:25-33)

La segunda lectura y el Evangelio de hoy nos desafían a ser mejores cristianos al cuestionar nuestro compromiso con el Señor Jesús. De esta manera, se hacen eco de una de las obras más proféticas del siglo XX, El Precio de la gracia, escrita por el pastor alemán Dietrich Bonhoeffer. Justo antes de la Segunda Guerra Mundial, Bonhoeffer advirtió al pueblo alemán que ser cristiano significa oponerse a la injusticia, como la que ocurría en el régimen de Hitler. Dijo que uno no puede simplemente declararse creyente, rezar unas cuantas oraciones y esperar la vida eterna. Llamó a esta forma de abordar la fe "gracia barata". Hoy podríamos decir "cristianismo light", que no puede salvar. Con esta perspectiva, interpretemos el Evangelio y apliquémoslo a la Carta de Pablo a Filemón.

Mucha gente seguía a Jesús por las curaciones que realizaba. Al notar que la multitud crecía con cada kilómetro que caminaba, Jesús se volvió para confrontarlos con el desafío del discipulado. Les dijo que para ser sus discípulos, debían amarlo y odiar a todos los demás. Esta es la traducción literal del arameo que Jesús pronunció. En realidad, no quiere que odiemos a nadie. Más bien, quiere que siempre le demos prioridad: hacer su voluntad, no la nuestra ni la de nadie. Incluso cuando nos cueste caro, debemos conformar nuestros caminos a los suyos, que son la imagen perfecta de Dios Padre.

Para mostrar que todos deben someterse a él si quieren acompañarlo a la salvación, Jesús da dos ejemplos. El primero es para los pobres. Un campesino debe determinar si tiene los recursos para construir una torre antes de comenzar el proyecto. De la misma manera, cualquier hombre o mujer debe discernir si tiene el coraje de entregarse plenamente a Jesús. Si no lo hace, sería mejor que se alejara. Los ricos tampoco pueden evitar la costosa decisión de seguir a Jesús. Un rey debe determinar si tiene suficientes tropas para derrotar al ejército enemigo antes de enfrentarse a él en batalla. De la misma manera, la persona adinerada debe preguntarse si está dispuesta a sacrificar sus riquezas para seguir a Jesús. Si no, sería mejor que se alejara.

Podríamos preguntarnos: ¿cuáles son los desafíos más grandes hoy en día? Uno es el dilema de una pareja que desea un hijo propio pero no ha podido concebir. Deben resistir la tentación de recurrir a la fecundación in vitro, que deshumaniza el amor conyugal. Otro desafío hoy, especialmente en las universidades, es la tentación de los estudiantes de usar inteligencia artificial para realizar sus tareas. Algunos dicen que es simplemente aprovecharse de los recursos disponibles, pero en realidad es solo otra forma de engaño. En el Evangelio, Jesús indica que cada persona tiene un desafío personal que afrontar en cuanto a hacer su voluntad cuando dice: «El que no carga con su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo».

En la segunda lectura, Pablo confronta a Filemón con un desafío exigente. Le pide que libere a su esclavo Onésimo por su fe en Jesucristo. Onésimo había huido de la casa de Filemón y encontró a Pablo, quien lo instruyó y lo bautizó. Ahora Pablo quiere que Filemón no solo acepte de nuevo a Onésimo, sino que lo reciba con todos los derechos de un hermano. En el dilema que enfrenta Filemón está en juego su aceptación de la gracia transformadora del Evangelio. ¿Ha aceptado realmente Filemón la gracia que transforma los corazones del rencor a la paz, de la superioridad a la igualdad? Pablo insinúa que si Filemón se niega a permitir que su corazón cambie, entonces no es un verdadero discípulo de Jesús.

Tarde o temprano, el dilema de Filemón se convertirá en el nuestro. Cada uno de nosotros se verá desafiado de forma muy personal a actuar según la voluntad de Cristo y no según la nuestra. Por toda la promesa que conlleva, actuemos como Cristo lo desea.

El domingo, 31 de agosto de 2025

 

XXII DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico 3:19-21.30-31; Hebreos 12:18-19.22-24; Lucas 14:1.7-14)

Parece que Jesús siempre está en camino en el Evangelio según san Lucas. No se queda mucho tiempo en un mismo lugar. Sin embargo, enseña constantemente. Desde que emprendió la marcha hacia Jerusalén, Jesús instruye a sus seguidores mientras camina. Es como si no quisiera perder ni una sola oportunidad de formar a sus discípulos antes de llegar a su destino. La lectura de Lucas de hoy es típica: dice que “Jesús fue a comer en casa de un fariseo”. Allí Jesús dará enseñanzas sobre la etiqueta del Reino de Dios.

Antes de examinar esta etiqueta, recordemos las lecciones de Jesús en los evangelios dominicales recientes. Cuando se encaminó hacia Jerusalén, dijo a sus discípulos que su misión era tan urgente que no había tiempo ni para enterrar a sus padres. El domingo siguiente les instruyó a viajar ligeros de equipaje porque había mucho territorio que cubrir. Después enfatizó la necesidad de amar a los enemigos con la parábola del Buen Samaritano y la prioridad de escuchar y meditar sus palabras en la visita a la casa de Marta y María. En los últimos domingos Jesús enseñó cómo orar, la necesidad de evitar la avaricia, la importancia de prepararse para su regreso, y el no temer a la división inevitable que resultaría de su misión. En resumen, Jesús quiere que sus discípulos —entre los que nos contamos nosotros— sean personas reflexivas en su relación con él y comprometidos en servicio a los demás.

La etiqueta nos ayuda a relacionarnos con los demás. Son reglas de conducta para no molestar a nadie, especialmente a nuestros bienhechores. El evangelio de hoy nos da dos principios de etiqueta que agradan a Dios en la búsqueda de su Reino. El primero tiene que ver con cómo pensamos en nuestros semejantes. No deberíamos considerarnos superiores a nadie. El discípulo de Jesús escogerá el último lugar en los banquetes para mostrar deferencia hacia los demás. Pero esto no debe convertirse en una estrategia para ser promovidos luego a un mejor puesto cuando llegue el anfitrión. Ese tipo de cálculo merecería la ira y no la bendición de Dios. Más bien, la deferencia ha de ser un reconocimiento de que todos somos imágenes de Dios con un destino eterno.

El segundo principio es que los seguidores de Jesús deben mirar más allá de sus amistades cuando dan una fiesta para invitar en cambio a los necesitados. En lugar de invitar a quienes pueden devolver la invitación, deberían acoger a los pobres, lisiados, cojos y ciegos. ¿Habla en serio Jesús? Sí y no. Es el lenguaje hiperbólico que él suele usar para enfatizar un punto. Cuando dice que “si tu ojo te hace caer en pecado, sácatelo…”, no habla literalmente sino figuradamente: debemos evitar la pornografía, por ejemplo. Cuando dice (como escucharemos en el texto original del evangelio del próximo domingo) que tenemos que “odiar” a nuestros padres y familias para ser sus discípulos, no significa que les demos la espalda, sino que pongamos a él como la prioridad número uno en nuestras vidas.

“Invita a los pobres…” significa que pensemos primero en los necesitados antes de dar fiestas a nuestros amigos. Algunos lo hacen destinando el diez por ciento de sus ingresos a la caridad antes de gastar un peso en sí mismos. No es necesario que los invitados sean en necesidad física. Un obispo tiene en su calendario para el 25 de diciembre: “Comida con los sacerdotes”. Su intención es invitar a los sacerdotes retirados y sin familia, aunque no son pobres, lisiados, cojos o ciegos.

Jesús seguirá instruyéndonos en el discipulado en los próximos domingos mientras continúa en camino. Sin embargo, su enseñanza suprema vendrá cuando llegue a Jerusalén y sea entregado en manos de sus adversarios. Entonces nos demostrará el amor perfecto al extender sus brazos en la cruz.

El domingo, 24 de agosto de 2025

 

XX DOMINGO ORDINARIO, 24 de agosto de 2025
(Isaías 66:18-21; Hebreos 12:5-7.11-13; Lucas 13:22-30)

La segunda lectura de hoy proviene de una de las obras menos apreciadas de la Biblia. Un distinguido biblista dijo que la Carta a los Hebreos es “...una de las obras más impresionantes del Nuevo Testamento”. Sin embargo, pocos conocen su argumento y lo que la hace tan estimada por los expertos.

Una de las dificultades para apreciar Hebreos es que tanto el autor como los destinatarios son anónimos. No hay huella de quiénes eran estos “hebreos”, más allá de que se trataba de cristianos de origen judío. No sabemos si eran conversos o descendientes de conversos. Además, la carta trata el culto judío, un tema poco familiar, al menos para la mayoría de los católicos. En el Antiguo Testamento encontramos capítulo tras capítulo con prescripciones sobre el altar y los sacrificios, que en gran parte desconocemos simplemente por falta de interés. Lo mismo ocurre con la descripción de los sacrificios en la Carta a los Hebreos.

Quiero reflexionar hoy no sobre la tesis principal de la carta, sino sobre un tema fundamental de la fe que aparece en la lectura de este domingo: el sufrimiento de los inocentes, lo que la teología llama “teodicea”. Se pregunta: ¿por qué les suceden cosas malas a personas buenas? Es evidente, por lo que precede en la carta, que los destinatarios han sufrido persecución por su fe en Cristo. No se especifica el dolor, aunque está claro que no llegó al martirio. De todos modos, ese sufrimiento los llevó a pensar en abandonar su compromiso con Cristo. Además, experimentaban la desilusión de que Cristo no había regresado tan pronto como esperaban. Se encontraban ante la decisión de seguir adelante como cristianos o volver a los ritos y tradiciones de sus antepasados.

El autor de la carta intenta disuadirlos de dar un paso tan drástico como abandonar a Cristo. Para ello, tiene que explicar por qué Dios ha permitido tanto sufrimiento y la espera prolongada de la venida del Señor. La respuesta que ofrece es que Dios permite estas pruebas no por indiferencia, sino por amor. Quiere que aprendan paciencia, fortaleza y humildad: en una palabra, disciplina. El autor ya les había recordado la larga lista de santos que mantuvieron la fe a pesar de pruebas aún más duras. Les asegura que el sufrimiento vale la pena.

Impartir disciplina siempre conlleva sufrimiento. Los atletas entrenan con dolor para poder superar a sus oponentes. Lo vemos también en el libro bíblico dedicado al problema del sufrimiento, Job. Dios pone a prueba la fe de Job con una serie de males para mostrar su fidelidad como hombre. Sin embargo, las personas que sufren no siempre pueden aceptar esta explicación. Particularmente difícil resulta cuando los afligidos son niños o personas claramente inocentes.

No ven pecados en sus vidas que merezcan la tribulación que experimentan. Se sienten desconcertados, inclinados a perder la confianza en la misericordia de Dios. ¿Quiénes son hoy esas personas? Tal vez los habitantes de Ucrania, después de tres años de guerra y con sus ciudades bombardeadas diariamente. O más cerca de nosotros, los desempleados que llevan meses buscando trabajo y que ahora escuchan que la inteligencia artificial desplazará a aún más trabajadores. También ellos pueden comenzar a cuestionar la bondad de Dios. ¿Qué podemos decirles?

Jesucristo nos reveló a Dios, pero no de manera completa. Él no nos ocultó a su Padre, pero el misterio de Dios está más allá de nuestra comprensión. Dios no es un genio, ni una supercomputadora, ni ningún otro ser imaginable. Él es el fundamento mismo de todo ser; nada podría existir si no se apoyara en Él. El hecho de que nos ama es cierto, porque Jesús, siguiendo la línea de los profetas, nos lo ha revelado. Pero los designios y modos de ese amor permanecen en el misterio. Ante ese misterio debemos ser como Job: agradecidos por conocerlo y asombrados de su grandeza.

El Evangelio de hoy nos fortalece esta actitud ante Dios. No basta con permanecer independientes, alegando experiencias pasadas con Él.  Este planteamiento no nos asegura la vida eterna. Pero si permanecemos fieles, aun en medio del sufrimiento, entonces reinaremos con los santos.

 

El domingo, 17 de agosto de 2025

 

XX Domingo del Tiempo Ordinario

(Jeremías 38:4-6.8-10; Hebreos 12:1-4; Lucas 12:49-53)

Los términos y conceptos del evangelio de hoy pueden llamar la atención, pero también levantan algunas preocupaciones. Nos preguntamos: ¿qué quiere decir el Señor cuando dice que ha “venido a traer fuego y división a la tierra”?  Y ¿no es que Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán?  ¿Qué es este bautismo que va a recibir que le causará angustia?

Para entender a Jesús aquí no debemos tomarlo literal sino figurativamente.  Emplea lenguaje expresivo para urgirnos a responder a sus exigencias.  El “fuego” no es la combustión de materiales físicos sino la destrucción de vicios espirituales.  El “bautismo” no es la inmersión en el agua sino el trauma de una muerte sangrienta.  En el evangelio según San Lucas, más que en los otros, Jesús anticipa su pasión y muerte.  Se da cuenta de que serán el momento de la verdad para el mundo.  Al verlo colgando en la cruz perdonando y sanando hasta el mero fin todos tienen que declararse o por él como su Salvador o en su contra como un fulano. 

En diferentes ocasiones el evangelio indica que Jesús está anticipando el encuentro con su destino en Jerusalén.  Lucas describe la Transfiguración como ocasión para Jesús de hablar con Moisés y Elías acerca de su “éxodo” o pasión venidera (9,30). No mucho luego de esto, Lucas dice cómo Jesús “se encaminó decididamente hacia Jerusalén” (9,51).  Enfocado en su Pasión, Jesús no la evita sino la abraza por dirigirse a la ciudad santa.  Otra referencia a la anticipación y, en este caso, la preparación para la Pasión ocurre cuando Jesús está en el Monte de Olivos con sus discípulos.  Lucas describe cómo Jesús estaba “en agonía” y que su sudor “se hizo como gotas espesas de sangre” (22,44). Estamos acostumbrados a pensar en la “agonía” como dolor extremo, pero aquí la palabra griega de raíz agón refiere a la preparación de los atletas para la competición.  Es el régimen de ejercicios que hacen los corredores para calentar sus músculos a dar el máximo.  Las gotas de sudor tan espesas como sangre significan que Jesús está sumamente listo.  Ya puede marchar adelante para hacer frente al diablo en la batalla para las almas.

La pasión y muerte en la cruz de Jesús pone al mundo en juicio.  Todos deben decidir si están con Jesús o en su contra. Estas decisiones dividirán familias, amistades y comunidades como Jesús predice en la lectura.  El evangelio tiene en cuenta historias como la de Santa Perpetua, una mártir africana en la Iglesia primitiva que se opuso a su padre cuando él quería que negara a Jesús. 

Aunque todavía existen tales casos, se ve la profecía de Jesús cumplida en asuntos más cotidianos.  Esposos a menudo pueden ser divididos en la cuestión de anticonceptivos: uno diciendo que el sexo es para el placer mientras el otro reconoce que tiene fines más altos como enseña la Iglesia.  Se dividen amigos en la cuestión de servicio: una proponiendo que pasen todos los fines de semana buscando divertimiento mientras la otra responde que quiere usar parte de su tiempo libre para socorrer a los necesitados.  La comunidad parroquial puede ser dividida con algunos en favor de unirse con otras comunidades de fe en un proyecto de organizar la mayor comunidad y otros amenazando que vayan a dejar la parroquia si se hace parte del proyecto.

Sería patentemente falso decir que Jesús vino con el deseo a separar familias, amistades, y comunidades.  Pero sí vino para enseñar la voluntad de su Padre por palabra y ejemplo.  Lo rechazamos a riesgo de perder la vida eterna.  Y lo aceptamos en la esperanza de tenerlo como compañero para siempre.

El domingo, 10 de agosto de 2025

XIX Domingo Ordinario

(Sabiduría 18:6-9; Hebreos 11:1-2.8-19; Lucas 12:35-40 [versión corta])

El evangelio de hoy tiene dos parábolas cortas.  Permítanme intentar explicarlo con otra parábola o, mejor, historia.  La historia no es de Jesús sino del presidente John Kennedy de los Estados Unidos. Para enfatizar cómo iba a trabajar asiduamente cuando se eligieran Kennedy contaba la historia de la legislatura de un estado en los primeros años de la república americana.  Dijo que la legislatura estaba en sesión cuando una eclipsa del sol estaba pasando.  Los cielos se hicieron oscuros, y los legisladores pensaban que el fin del mundo hubiera llegado.  Algunos de ellos propusieron que la sesión sea levantada para que pudieran estar con sus familias cuando viniera el Señor.  Pero otro miembro de la legislatura solicitó al presidente de la Cámara el contrario.  Exclamó: "Señor presidente, si no es el fin del mundo y levantamos la sesión, pareceremos tontos. Si es el fin del mundo, preferiría que me encontraran cumpliendo con mi deber. Propongo, señor, que se traigan velas”.

Por medio de las parábolas Jesús avanza su proyecto de fundar de nuevo el Reino de Dios en el mundo.  Han reclutado a discípulos para continuar el trabajo después de su muerte.  Con la parábola de los criados esperando el regreso de su señor, Jesús les avisa que sean asiduos en sus esfuerzos por el Reino.  Como dice el legislador en la historia de Kennedy, quieren ser encontrados “cumpliendo con su deber”.  ¿Para qué ser asiduos?  Para ser acogidos en las salas de la vida eterna.  La parábola describe la acogida con una imagen magnífica: el Señor mismo “se recogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá”.

El proyecto del Reino es hacer el mundo lugar de la justicia, la paz, y el amor.  Requiere que se establezcan leyes, costumbres, instituciones y últimamente virtudes de modo que la gente respete a uno y otro y cuide el bien común.  Una persona definitivamente trabajando por el Reino vive en Pakistán donde asiste a su propio pueblo.  Shahzad Francis dirige una organización fraternal que ayuda a los católicos en la lucha de vivir con dignidad en medio de una sociedad mayormente musulmán.  Entre otras obras Francis fomenta la paz por hacer diálogos públicos entre todas las religiones.  Va a la capital del país para abogar por los derechos minoritarias.  Recientemente ha establecido escuelas para los niños de los trabajadores de los hornos de ladrillos que son entre los más pobres del país y por la mayor parte cristianos.

Podemos trabajar por el Reino de Dios por implantar sus valores en nuestras familias y comunidades.  En lugar de tener a cada uno de la familia entreteniéndose con su teléfono propio, que busquemos actividades comunales como una caminata juntos en el bosque.  En lugar de mirando el partido de fútbol desde las entrevistas antes hasta el análisis después, que tomemos un par de horas para servir comida a los indigentes o visitar a los ancianos abandonados en los asilos. 

¿Parece imposible o demasiado idealista cambiar los modos del mundo?  Considerémonos la segunda lectura.  La Carta a los Hebreos apunta a Abrahán y Sara, viejos y sin hijos, siguiendo adelante con la fe en Dios para engendrar “una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como las arenas del mar“.

La segunda parábola que ocupa Jesús concierne la llegada del Señor para reclamar a los suyos.  Dice que vendrá como un ladrón en la noche o, en otras palabras, en un momento indeterminable.  Por esta razón Jesús urge que nos quedemos listos por siempre haciendo obras buenas.  En la historia de Kennedy la petición para velas equivale “estar listos, siempre”.  Los Scouts tiene un dicho que nos sirve como una guía: “Haz una buena acción todos los días.”  No debemos dejar pasar un día sin hacer un esfuerzo para ayudar a otro.  A lo mejor el Señor no vendrá con el fin definitivo del mundo por eones.  Sin embrago, ciertamente es posible que nos venga mañana para reclamar nuestra vida individua.  Si no por el amor de nuestros vecinos, entonces para evitar un juicio negativo en la muerte, queremos prepararnos con acciones buenas.

Las dos parábolas del evangelio de hoy pueden ser reducidas a dos admoniciones. Primero, ayúdense unos a otros, especialmente a los necesitados, por el bien del Reino de Dios. Segundo, comiencen la obra ahora y continúen haciéndola todos los días de su vida. Al ocuparnos de estas tareas, invitaremos a Jesús a llevarnos con él a su mesa celestial.

El domingo, 3 de agosto de 2025

 XVIII DOMINGO ORDINARIO,

(Eclesiastés 1:2; 2:21-23; Colosenses 3:1-5, 9-11; Lucas 12:13-21)

La parábola del Evangelio de hoy es típica de las grandes parábolas en el Evangelio de Lucas: descriptiva, iluminadora y, al mismo tiempo, concisa. Comúnmente se presenta la parábola del rico insensato como una advertencia contra la avaricia, es decir, el deseo desordenado de poseer riquezas. Sin embargo, su crítica va mucho más allá de la simple acumulación de dinero. En sus escasas 144 palabras, encontramos una evaluación sombría del hedonismo, la ambición excesiva, el egoísmo y la idolatría del dinero. Examinemos con lupa cada uno de estos vicios.

Jesús mismo asocia al rico de su parábola con la avaricia. Tal vez el ejemplo más conocido de este vicio sea el del mítico rey Midas. Recordamos cómo Midas amaba tanto el oro que, como recompensa por un favor concedido por un dios, pidió tener el “toque de oro”. Al recibirlo, todo lo que tocaba se convertía en oro... ¡incluso su hija amada! Es cierto que el oro o el dinero tienen gran utilidad por su capacidad de intercambiarse por casi cualquier bien material. Pero no todo se puede conseguir con dinero. Como dice el Cantar de los Cantares: “Si alguien ofreciera toda su fortuna a cambio del amor, tan solo obtendría desprecio” (Ct 8,7).

El rico quiere acumular dinero para tener una vida ociosa. Dice a sí mismo: “’Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida’”. No hay nada malo en descansar, disfrutar de una buena comida o tomar una copa; muchas personas consideran esto como parte de “la buena vida”. Sin embargo, cuando estos placeres se buscan como un fin en sí mismos, revelan una vida desorientada. Por eso deberíamos preocuparnos cuando nuestros seres queridos solo hablan de los cruceros que han hecho o que planean hacer. El placer forma parte de la vida, pero la vida tiene fines más altos que el simple disfrute. Un concepto mejor de “la buena vida” es “relaciones significativas, crecimiento personal y participación en actividades que se alineen con los propios valores” (del Internet).

También se puede considerar la ambición desmedida como vicio.  Es lo que el autor de Eclesiastés critica en la primera lectura. Si levantarse temprano para cumplir nuestros deberes fuera pecado, muchos de nosotros estaríamos condenados. Pero él habla de la ambición que no permite descansar ni por la familia, ni por la salud, y mucho menos por Dios. El rico insensato se muestra indebidamente ambicioso cuando planea construir graneros nuevos a la primera vista de su cosecha abundante.

Sobre todo, el agricultor demuestra el vicio del egoísmo. Solo piensa en sí mismo. Incluso solo habla consigo mismo. No considera compartir su abundancia con sus trabajadores, vecinos o con quienes sufren necesidad. San Agustín describía el pecado original como “homo incurvatus in se”, el hombre encorvado sobre sí mismo. Aquí tenemos un buen ejemplo del hombre no redimido. El fruto de la tierra es un don de Dios para aliviar las necesidades de todos. El agricultor debería haber considerado cómo tratar con su cosecha de acuerdo a un concepto justo del bien común.

Conectado al egoísmo, encontramos el culto al dinero, lo que a veces se llama “la idolatría práctica”, que infecta el corazón de muchos. En lugar de dar gracias a Dios por sus bendiciones, solo piensan en aumentar su riqueza. Es un pecado muy común. Se reporta que más o menos el mismo porcentaje de americanos juega a la lotería que asiste a la iglesia al menos de una vez al año.

Podríamos considerar el consejo de la segunda lectura como remedio para estos pecados: “Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo”. Desde arriba, recibimos la generosidad en lugar de la avaricia. Recordamos cómo Jesús se fatigó predicando y sanando a los que lo buscaban. Desde arriba, vemos a Jesús —“el Camino, la Verdad y la Vida”— como la verdaderamente “buena vida”. Lo encontramos en los sacramentos y en la oración. Desde arriba, contemplamos la humildad con la que el Hijo de Dios se hizo hombre para redimirnos. Finalmente, desde arriba nos llega la virtud de la religión, que nos lleva a agradecer a Dios por nuestra vida. Recordamos cómo Jesús se retiraba con frecuencia para orar a solas con su Padre.

Recordemos también a San Pedro, cuando el paralítico le pidió limosna en la entrada del templo. Pedro le dijo que no tenía ni plata ni oro, pero que tenía algo mucho más valioso. Entonces lo sanó en el nombre de Jesucristo. El Señor sigue siendo nuestro verdadero tesoro, más valioso que cualquiera otra cosa.

El domingo, 27 de julio de 2025

 

XVII DOMINGO ORDINARIO
(Génesis 18:20-32; Colosenses 2:12-14; Lucas 11:1-13)

En lugar de enfocarme en el evangelio de hoy, quisiera poner de relieve a Abrahán. No solo es el protagonista de las primeras lecturas de hoy y del domingo pasado, sino también una figura icónica en la Biblia. Recibió la promesa de Dios de que sus descendientes serían una bendición para el mundo entero. También se le considera el primer judío por su fe en Dios, junto con su circuncisión. Además, su vida manifiesta varias cualidades que indican la justicia. Vamos a examinar su vida para relacionarla con Jesucristo y con las lecturas de la misa de hoy.

La historia de Abrahán se puede dividir en tres etapas. La primera tiene que ver con Abram, el hombre ya mayor a quien Dios llama para emprender una nueva vida en un país extranjero. La segunda etapa se distingue por los grandes pactos que Dios hace con él y sus descendientes. Y la tercera destaca el nacimiento de su hijo con su esposa Sara.

Abrahán nace como “Abram” en la ciudad de Ur de Mesopotamia. Cuando tiene 75 años, Dios lo envía a la tierra de Canaán, adonde viaja con su esposa Sarai y su sobrino Lot. Alcanza Egipto, donde el faraón lo reprende por haber intentado entregar a su esposa para protegerse a sí mismo. Al regresar a Canaán, Abram y Lot se separan, y Abram ofrece generosamente a su sobrino la elección de la tierra. Con el tiempo, Abram rescata a Lot de los reyes que lo secuestraron en la región de Sodoma y Gomorra, la tierra que Lot había escogido. En estas batallas, Abram se muestra como un guerrero fuerte y un hombre veraz. Cuando el rey Quedorlaomer le ofrece el botín, él lo rechaza, porque ha prometido a Dios que solo busca recuperar a su sobrino, no las posesiones de él. Entonces se encuentra con Melquisedec, quien ofrece un sacrificio en nombre de Abram, y por ello el guerrero demuestra su sentido religioso con un donativo generoso al sumo sacerdote.

En la segunda etapa, Abrahán tiene un hijo con la esclava de Sarai. Cuando se queja a Dios de tener que dejar su fortuna a un esclavo, Dios le promete que será su hijo con Sarai —aún no concebido— quien heredará, y que sus descendientes serán tan numerosos como las estrellas del cielo. En este pacto, Dios cambia el nombre de “Abram” a “Abrahán” y el de su esposa a “Sara”, y lo compromete a que él y sus descendientes varones sean circuncidados. Un día, Dios visita a Abrahán en forma de tres ángeles. Abrahán los invita a almorzar con generosidad. Mientras comen, uno de los ángeles predice que Sara dará a luz un hijo dentro de un año. Cuando los ángeles continúan su camino, le dicen a Abrahán que van a destruir Sodoma y Gomorra por la gran maldad cometida allí. Aquí entramos en la primera lectura de hoy, donde Abrahán intenta persuadir a Dios de no destruir las ciudades por el bien de los justos que podrían habitar en ellas.

La tercera etapa ve a Dios poniendo a prueba a Abrahán con el mandato de sacrificar a Isaac, su tan esperado hijo. Abrahán, sin entender el porqué, no vacila en prepararse para el sacrificio, hasta que un ángel lo interrumpe. Por su entrega a la voluntad divina, Dios le promete una vez más una descendencia numerosa y también la victoria sobre sus enemigos.

Se pueden notar ciertas correspondencias entre la historia de Abrahán y el evangelio. En primer lugar, así como Abrahán se entrega a la voluntad de Dios hasta el punto de estar dispuesto a sacrificar a su hijo, Jesús se entrega plenamente al permitir que lo crucifiquen. Segundo, así como Abrahán se justifica por la fe, también los cristianos son salvados por la fe en Cristo crucificado y resucitado. Tercero, así como Abrahán dialoga directamente con Dios para evitar la destrucción de las ciudades, Jesús enseña a sus discípulos a acudir con confianza a Dios en sus necesidades. Cuarto, Abrahán demuestra preocupación por el bien del prójimo, al igual que Cristo, quien multiplica el pan y los peces, entre muchos otros gestos de compasión. Y quinto, en Abrahán encontramos virtudes que resplandecen aún más plenamente en Jesús: la fortaleza, la veracidad, la bondad y generosidad, la magnanimidad y el respeto por lo sagrado.

A Abrahán se le llama el primer “patriarca”, es decir, el “padre de la fe”. Sin duda lo es para nosotros los cristianos, tanto como para los judíos e incluso para los musulmanes. Sin embargo, de ninguna manera es igual a nuestro Padre celestial, de quien proviene todo nuestro ser. Ni es cabeza de nuestra religión, la cual siempre será Jesucristo nuestro Señor.

El domingo, 20 de julio de 2025

 XVI DOMINGO ORDINARIO

(Génesis 18, 1-10; Colosenses 1, 24-28; Lucas 10, 38-42)

El evangelio de hoy es bien conocido y apreciado. Los predicadores lo suelen usar para mostrar que Jesús tenía amigas, incluso discípulas mujeres. También lo presentan como modelo de dos formas de vida religiosa: activa, como la de las Hijas de la Caridad, y contemplativa, como la de las Carmelitas. Sin embargo, intentemos hoy otro enfoque.

Para ello, tenemos que retroceder al evangelio del domingo pasado, con la parábola del Buen Samaritano. Las últimas palabras de aquella lectura fueron una exhortación de Jesús al doctor de la Ley: “Haz tú lo mismo”. Quería que el doctor ayudara a los necesitados, sin importar su raza o religión.  La lectura de hoy sigue directamente a esas palabras con un consejo que, a primera vista, parece contradictorio. Jesús le dice a Marta, ocupada con los quehaceres propios de recibir a un huésped, que en ese momento no son tan importantes. Refiriéndose a su hermana María, sentada a sus pies como discípula, Jesús afirma que ella “ha escogido la mejor parte”.

¿Por qué entonces Jesús reprende a Marta por su preocupación por los quehaceres del hogar, justo después de decirle al doctor de la Ley que sirviera al prójimo? ¿Ha cambiado de parecer? ¿Ahora solo importa escuchar la palabra del Señor?

Para responder a estas preguntas, podemos aprovechar una célebre oración de San Agustín: “Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que todo nuestro trabajo brote de ti, como de su fuente, y a ti tienda, como a su fin.”
En ella, el orante pide al Padre que envíe su Espíritu Santo, de modo que el motivo de sus obras sea puro y su acción termine dando gloria a Dios.

Sin la gracia del Espíritu Santo, nuestras obras —como dice el libro de Eclesiastés— son vanidad. Nuestra naturaleza, herida por el pecado, no puede producir verdaderamente el bien. Nuestra intención, lo que San Agustín llama la “fuente”, suele estar centrada en el yo egoísta. Y nuestra acción, el “fin” de esa oración, muchas veces está manchada por defectos. No dudo, por ejemplo, que muchos estudiantes se esfuercen no tanto por aprender la materia o hacerse sabios, sino por obtener buenas notas para destacarse ante sus padres y compañeros. Nos hemos vuelto como árboles infectados por la plaga, incapaces de dar buen fruto. Y el Señor lo confirma en el Sermón del Monte:
“…todo árbol malo da frutos malos” (Mt 7,17).

Al estar cerca del Señor, escuchando su consejo y sintiendo su amor, María se prepara para actuar en una manera nueva. No se inclinará al egoísmo en presencia de Jesús, que conoce su corazón. Sus obras serán sanas y santas porque ha escogido “la mejor parte”. Probablemente Marta también comprende la lección. Ella es generosa y, más importante, tiene la sensatez para recurrir a Jesús en su apuro.

¿Y nosotros? ¿Nos parecemos más a María, contemplativos y silenciosos, o a Marta, activos y expresivos? En realidad, no importa. Las dos han sido proclamadas santas.
Lo importante es que, como María, escuchemos y obedezcamos las enseñanzas del Señor. Y que, como Marta, pidamos su ayuda y realicemos nuestras obras con esmero.

El domingo, el 13 de julio de 2025

 

XV DOMINGO ORDINARIO, el 13 de julio de 2025

(Deuteronomio 30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas 10:25-37)

La bien conocida parábola del Buen Samaritano nos recuerda de otras historias del amor al prójimo.  Una tal historia fue escrita por el gran autor ruso León Tolstoi.  Titulado “Dos hombres viejos” la acción comienza en Rusia a un tiempo indeterminado.

Efraím y Eliseo son dos amigos ancianos.  Se respeta bien Efraím en su pueblo por su vida recta. Tiene gran familia y bastante dinero, aunque continuamente se preocupa que no sea suficiente.  Eliseo es ni rico ni pobre.  Bebe vodka de vez en cuando y toma rapé también, pero es conocido como un hombre amistoso a quien le gusta cantar.  Un día los dos se ponen de acuerdo para emprender la larga peregrinación a la Tierra Santa a la cual se comprometieron en la juventud.

Después de haber caminado varias semanas Eliseo tiene dificultad mantener el paso de Efraím.  Cuando se hace sediento, Eliseo cuenta a su compañero a seguir adelante mientras él pide agua en una casa campesina.  Promete alcanzar a Efraím más tarde.  En la casa Eliseo encuentra pobreza como nunca ha visto en su vida.  Cada persona de una familia de cinco está al punto de morir de hambre.  Eliseo comparte con la familia los víveres que lleva en su mochila.  Entonces va al pueblo cercano para comprar más.  De hecho, queda con la familia por varias semanas proveyéndoles sus necesidades hasta que no tiene suficiente dinero para la tarifa de barco de Constantinopla a Jafa.  Por eso decide abandonar el proyecto y volver a su propia tierra. 

Efraím alcanza la Tierra Santa y visita todos los sitios bíblicos importantes.  Cuando está asistiendo la liturgia sagrada en el Santo Sepulcro, ve algo que sabe es imposible.  Del fondo del santuario donde está de pie por la muchedumbre, Efraím ve a su amigo Eliseo en el frente cerca al altar.  Lo busca después de la Eucaristía, pero con tantos hombres saliendo el santuario a una vez, no puede encontrarlo.  Cuando Efraím regresa a su tierra, va a visitar a su amigo.  Le dice a Eliseo que sus pies llegaron a la Tierra Santa, pero no es seguro si su alma llegó también.

Los dos cuentos – la parábola de Jesús y la novela corta de Tolstoi – nos enseñan varias lecciones.  Una es la importancia relativa de ser cumplida en nuestras responsabilidades.  El sacerdote y el levita en la parábola de Jesús pasan por alto al hombre medio muerte porque tocando un cadáver los habría rendido inmundos y prohibidos de cumplir sus servicios sacerdotales. Efraím, también un hombre diligente, podría haber vuelto para investigar qué pasó con su compañero, pero decidió ir adelante con su proyecto. En sí, es bueno ser cumplidos en nuestras responsabilidades.  Sin embargo, a veces Dios quiere que nos extendamos más allá que cumplir deberes ordinarios para hacer sacrificios por los apurados. 

Ciertamente por la justicia el samaritano debe hacer algo para salvar la vida del hombre.  Vendar sus heridas y llevarlo al refugio parecen solo humano en la situación.  Pero él lo trata como un hermano llevándolo al mesón y pagando por todas las necesidades.  Eliseo muestra este tipo de preocupación, que llamamos “el amor” o “la caridad”, para la familia muriendo de hambre.  Al igual que Eliseo está cerca al altar en la visión de su compañero, nosotros estaremos más cerca a Cristo por haber brindado este tipo de amor.

Finalmente, los dos cuentos enseñan que el prójimo no es solo el que vive a nuestro par o aún en nuestro país.  No, todos somos prójimos a uno al otro.  Como el calentamiento de la atmósfera está haciendo claro, las acciones en una parte del mundo pueden afectar las vidas en otras partes.  Jesús manda al doctor de la ley que haga a los demás al igual que el samaritano hace por el hombre asaltado por los ladrones.  Nosotros deberíamos oírlo diciéndonos a nosotros también: “’Anda y haz tú lo mismo’".